El problema principal son los partidos políticos. La mayor parte de los escándalos de corrupción deriva de su financiación. Sucede que en España los partidos han estado largamente sobreprotegidos mediante el sistema electoral, numerosas prerrogativas, abundantes subvenciones públicas y ausencia de control. Como consecuencia, se han podido profesionalizar como políticos muchas personas con escaso coste de oportunidad en otras actividades. El fruto es que el nivel medio de la clase política española es posiblemente el más bajo de Europa (incluso en Grecia y en Portugal los primeros ministros y los ministros de Hacienda son capaces de leer y tener una conversación con sus colegas europeos en inglés). El reclutamiento de afiliados se basa en la fidelidad, de modo que los partidos están mayoritariamente formados por buscadores de cargos. El resultado es una verdadera oligarquía, es decir, el gobierno de los peores.
La corrupción llegó a su cenit con el boom inmobiliario y las otras burbujas. Pero ya había empezado antes: el primer escándalo que desveló el sistema de comisiones del 3% para el partido se dio en 1990. Y ha continuado después, con la diferencia de que ahora los intermediarios que cobran una comisión añadida son miembros del propio partido o los cargos públicos directamente. Ya no sorprende que, año tras año, los países europeos con más altos niveles de percepción de la corrupción sean, según la organización Transparencia Internacional, el grupo de naciones a los que los anglosajones denominan PIGS (Portugal, Irlanda, Grecia y España, con S de Spain).
La selección de los políticos podría cambiar algo mediante la introducción de listas abiertas en las elecciones. En cambio, sería un error suponer que la relación entre los ciudadanos y los políticos mejoraría con un sistema electoral mayoritario a la inglesa, en el que sólo se elige un diputado en cada circunscripción, como se ha propuesto últimamente. Ese sistema congrega lo peor de los dos mundos: crea mayorías de escaños de un sólo partido con una minoría de votos y descarta la posibilidad de que los ciudadanos elijan entre varios individuos para ocupar un mismo escaño. En Gran Bretaña, como sin duda pasaría en España, las cúpulas de los partidos nombran centralizadamente el candidato en cada circunscripción, con lo cual se refuerza la concentración de poder y la subordinación de los diputados a las órdenes del jefe. En España ese sistema fue ya probado en el pasado y sería otra vez el paraíso del caciquismo.
El problema no se resuelve tampoco con las llamadas elecciones “primarias”. Este invento procede de Estados Unidos, donde los partidos no son organizaciones de afiliados, como en Europa, sino listas de electores. En las primarias estadounidenses del 2008 votaron unos dos tercios de los que lo hicieron en la elección final. En España, en cambio, las llamadas “primarias” de algunos partidos han movilizado a menos del dos por ciento de sus votantes, es decir, a los afiliados en busca de un líder repartidor de cargos.
Otras reformas deberían introducir control externo y transparencia en las finanzas de los partidos políticos, incluidas sus organizaciones locales, así como sus ramas juveniles y fundaciones. En todas las administraciones públicas –central, autonómica y local– debería darse prioridad a una eficiente gestión profesional sin partidismos y a la publicidad de contratos y licencias. Para que las medidas de control fueran efectivas sería esencial que los organismos judiciales pudieran imponer sanciones. Pero eso requeriría más medios humanos y menos trámites burocráticos en la justicia, que es lo contrario de lo que le está haciendo el Ministerio.
Es muy poco probable que los partidos impulsen este tipo de reformas por sí mismos. La reacción de los políticos al escándalo de los sobresueldos muestra que tienen miedo de que se sepa lo que hacen o creen que la gente no los valoraría ni siquiera por lo poco que cobran (en comparación con la mayor parte de los políticos europeos).
Un impulso reformista desde fuera podría tomar inspiración en lo que se intentó en Italia. Ante el ahogo causado por el hiperpartidismo y la corrupción generalizada, el jefe del Estado nombró a un presidente de Gobierno competente y apartidista, el cual formó un Gobierno sin un solo miembro de ningún partido político y el apoyo del 90% del Parlamento. Fueron probablemente los mejores quince meses de gestión pública en la historia de la Italia moderna, que ahora quedarán interrumpidos. En ausencia de una Operación Monti para España, la predicción más probable es la senda griega: un mayor enroque y la consiguiente disgregación de los partidos y, como consecuencia, peor gestión pública y más hundimiento económico, mayor degeneración política y, desde luego, aún mayor corrupción.
Josep M. Colomer, profesor de investigación en Ciencia Política en el Intstituto de Análisis Económico del CSIC.