Un suicidio mediático

Algo no va cuando los dilemas morales de nuestro tiempo generan una discusión sustancial solo cuando el mundo mediático se ocupa de ellos. La cosa es así. Es lo que hay.

Hace pocos días, un presentador de televisión inglés, el señor Ray Gosling, fue detenido por la policía por haber confesado urbs et orbi –o sea, desde una televisión– haber puesto fin a la vida de su novio, enfermo terminal de sida, que sufría horriblemente, sin otro remedio que el del sueño final. El hecho de que ambos hubieran acordado que el uno ayudara a morir al otro en circunstancias agónicas no le eximía de que se aplicara la ley.
Trátase de una ley absurda, como tantas. En Inglaterra sobreviven algunas, que se aplican o no según convenga, con pragmática inteligencia. Nunca el Parlamento británico ha derogado una –que creo que es del siglo XIV– que prohíbe que tres o más personas se reúnan en una esquina y se entretengan. Se fraguó para impedir que se formaran grupos sediciosos en tiempos revueltos. Como el país no es una dictadura, la policía no la usa. (Estén tranquilos los lectores que quieran visitar la acogedora Gran Bretaña y pararse ante monumentos, arremolinarse frente a una taberna o formar un nudo de mirones. Pero la ley permite a los guardias enfrentarse a vándalos del fútbol o habérselas con otras expresiones de barbarie posmoderna. Cuando es menester.)

En pleno siglo XXI, la cuestión del derecho a morir dignamente, y de que nos ayuden a lograrlo, debería estar superada. No que nos maten, sino que nos ayuden a que acaezca lo inevitable. A cortar y a acortar el sufrimiento inútil. Sin embargo, hay todavía fuerzas oscurantistas que combaten ese derecho supremo, procedente de la dignidad del hombre. Son precisamente quienes creen –creemos– en la santidad de la vida humana, desde una perspectiva laica, quienes tienen –tenemos– que defender esa posición contra quienes se arrogan derechos que no les corresponden. Así, la Iglesia católica condena la eutanasia con vehemencia y se extralimita. Nadie discute su derecho a condenar la eutanasia. Lo que es, en cambio, discutible es el derecho de esa misma Iglesia a legislar moralmente sobre las voluntades de quienes no son sus feligreses. Solo de eso se trata.
La detención de Ray Gosling –que ya está en libertad provisional– ayuda a que el Parlamento británico despierte de su habitual somnolencia estratégica –parte de su sabiduría– para ponerse manos a la obra y elaborar una ley de la eutanasia que, luego, copiarán diversos países. (Y que espero tome muy en serio el Parlamento Europeo: a ver si empieza a servir de algo.) En cambio, paradójicamente, no hace de momento progresar la causa del suicidio asistido. Todo a causa de la misma presentación mediática del evento. Desde el momento en que Ray Gosling optó por mezclar su condición homosexual –con su militancia en el perfectamente legítimo movimiento gay– y la noticia televisiva en la BBC referida a una decisión tomada mucho tiempo antes y nunca declarada hasta entonces, se cruzaron los cables y se mezclaron inextricablemente por lo menos tres asuntos totalmente distintos en el debate público. Una cosa es el derecho de los seres humanos a poner fin a su vida. Otra es la de si es menester, contra la voluntad del paciente, alargar su agonía en nombre de creencias que dicho paciente no comparte. Una tercera es la de saber si una proba y eficiente policía debe aplicar leyes obsoletas, en desuso, cuando nadie se lo pide salvo el capricho de un inspector de turno.

¿Es la confesión pública, mediática, un modo aceptable de comunicación con la ciudadanía? Aprovecho la generosidad de este diario para plantear una cuestión moral interesante para el gremio de los comunicadores, para la prensa escrita, radiofónica y televisiva, pero sobre todo para la ciudadanía. ¿Debemos aceptar resignadamente que solo existe lo que existe en los medios? ¿Es bueno que nuestras convicciones morales y nuestros dilemas dependan de lo mediático? Ustedes, amables lectores, sabrán perdonármelo, pero quien esto escribe no puede darles una respuesta categórica. Solo expresar una angustiada perplejidad. La gente –en la que me incluyo– espera de un artículo de opinión que el que escribe le dé, si no una receta simple, por lo menos alguna indicación sobre por dónde van o deben de ir los tiros. Suelo intentar cumplir con esa norma. Pero hoy me confieso incapaz. Sé, solamente, que la confesión mediática no es la vía. Que las iglesias y sus sacerdotes carecen de derecho a legislar sobre infieles, por decirlo en su lenguaje. Que no es bueno que una confesión mediática marque la pauta de un problema moral cívico. Este debería dirimirse de otra manera. Pero no sé, amigos míos, cómo conseguir que esto suceda. Por lo menos, en el mundo en que vivimos.

Salvador Giner, presidente del Institut d’Estudis Catalans.