Un tablero luminoso

En la primera conversación que tuvieron después de la guerra civil, Ortega y Gasset le explicó a Julián Marías por qué no había leído su libro sobre Unamuno: «Para usted, Unamuno es un tema. Para mí, ha sido un trozo de mi vida». Mi posición es mucho más modesta, pero la perspectiva con la que escribo estas líneas es la misma: Landelino Lavilla forma parte esencial de ese gran tema que es la historia de la Transición española, pero para mí ha sido también un trozo de mi vida. De ahí la rúbrica tan particular que le doy a este artículo, que no deriva del estudio de su biografía, sino de una imagen intuitiva que repetidamente me venía a la mente cuando trataba de representarme la especialísima calidad de su inteligencia. Si entre nosotros el águila simboliza la inteligencia perceptiva y el rayo, la inteligencia rápida, con los mil voltios en hilo de oro quiero describir una forma de inteligencia expositiva y razonadora que Landelino Lavilla poseía en grado sumo.

Tiene mérito verlo todo de un golpe como el águila, o hacerse cargo en un instante de una situación complicada, pero hace falta mucho voltaje para sostener a gran altura y durante un cierto tiempo una exposición que va ganando en fuerza de convicción con cada paso lógico que se franquea, de modo que la llegada de la conclusión se acaba viendo como algo inevitable. Escuchándole, tenía la sensación de estar viendo un tablero luminoso que reflejara el movimiento fulminante del fluido eléctrico a través de un sistema de cables y bombillas diseñado con perfección geométrica, con lo que el final del ejercicio era un irrefutable «quod erat demostrandum». Esos son los mil voltios en hilo de oro.

Todo ello, querido lector, lo he visto y oído durante muchos años, jueves tras jueves, en las reuniones de la Comisión Permanente del Consejo de Estado, y también en las de su Pleno, desde que en 1983 ingresé por oposición en el cuerpo de Letrados del Consejo. Landelino pertenecía al cuerpo desde 1959, y aquel mismo año de 1983, tras siete años de trayectoria política que le habían ganado un puesto de primera fila en la historia de España, volvió al Palacio de los Consejos, donde, como consejero permanente, permaneció hasta su muerte el pasado 13 de abril, que puso fin a más de seis décadas de servicio público ejemplar.

Los debates en la Comisión Permanente del Consejo de Estado son libres, francos, abiertos, sin soluciones predeterminadas, y los expedientes que se despachan suelen ser complejos y difíciles, como es propio del supremo órgano consultivo del Gobierno. En un entorno así, se comprende que una capacidad de exposición y convicción como la de Landelino Lavilla lo convirtiera durante décadas en una figura fundamental de la Comisión. Exponer es aclarar, dijo un filósofo español del pasado siglo, y la definición parece hecha para Landelino. Pero su autoridad tenía también otras fuentes: su poderoso intelecto se guiaba siempre por su insobornable conciencia, y, cuando era necesario, tenía el freno de su extraordinaria bondad. Así, ocurría de cuando en cuando que, lanzado el corcel de su inteligencia al galope, se daba cuenta de que podía estar abrumando a sus contradictores en el debate; entonces, una rienda interior lo detenía un instante, y una sonrisa característica y conciliadora asomaba a su rostro. Después, la exposición del teorema seguía su curso.

El buen natural de Landelino Lavilla afloraba también en los momentos inmediatamente posteriores a una importante intervención suya en la Comisión o en el Pleno. Tras la descarga de energía eléctrica, su lenguaje se transformaba, perdía todas las aristas de la dialéctica, se volvía ligero, humorístico, deliberadamente desestructurado y lleno de bromas amables. Y no sólo tenía lugar el magisterio de Landelino en el Salón de Plenos del Consejo de Estado (que nunca volverá a ser el mismo sin su presencia), sino que también lo ejercía en su despacho, donde aparecía otra de sus facetas, la de buen conversador y afectuoso y sabio consejero. En fin, ya ve el lector que el trozo de vida que he perdido con su muerte es muy grande. Me queda, eso sí, como a todos mis compañeros del Consejo de Estado, la guía de su ejemplo y el orgullo de haber servido a su lado.

Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín es jurista.

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