Un tiro en plena misa

El coronel, jefe del destacamento, ordenó a su tropa tomar la pequeña iglesia del poblado y traerle a su despacho la imagen de San Antonio. Los soldados cumplieron la misión, llevaron la imagen al puesto de mando y esta permaneció secuestrada en el cuartel. El coronel acusaba a San Antonio de colaborar con la guerrilla, estaba convencido que este santo prevenía a los insurgentes de los operativos militares que lanzaban sus tropas. Se desconoce si el coronel intentó torturar la imagen para obtener información o exigirle algún milagro, pero la historia es totalmente verídica. Ocurrió en el departamento de Morazán durante la guerra civil de El Salvador en los años 80.

Una de las lecciones en el combate policial o militar contra insurgentes, terroristas o delincuentes es la capacidad de discriminar. Es fundamental saber distinguir las distintas formas de involucrarse o no involucrarse de quienes viven o están presentes en un territorio dominado o influenciado por actividades ilegales. Pueden encontrarse en ese lugar enemigos armados, enemigos no armados, opositores políticos civiles, activistas sociales, periodistas, defensores de los derechos humanos, población que colabora por conciencia y población que se somete por miedo. El error más común de quienes representan la autoridad es convertir en enemigos a grupos, sectores sociales, razas, religiones o simplemente pobladores sin hacer ningún tipo de distinción. Es común la expresión: “en ese lugar todos son: terroristas, guerrilleros, pandilleros, narcos, etcétera”; y esto igual aparece ahora en Irak que en las calles de Baltimore o en poblados de México. El problema es que la incapacidad para discriminar puede convertir una pequeña llama en un gran incendio.

Mural de Óscar Romero en la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales de la Universidad de El Salvador.
Mural de Óscar Romero en la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales de la Universidad de El Salvador.

La guerra civil de El Salvador es un caso clásico de conflicto provocado por un poder oligárquico autoritario. En este país, el anticomunismo adquirió características de enfermedad mental. A partir de noviembre de 1979, más de 600 personas eran asesinadas mensualmente; los escuadrones de la muerte, policías o militares decapitaban y descuartizaban. Los pronósticos de una segura victoria de Ronald Reagan en las elecciones estadounidenses de 1980 fueron interpretados como una licencia para el exterminio y, en ese contexto, la esquizofrenia paranoide los hizo ver a un obispo conservador que estaba denunciando la matanza como un guerrillero comunista. Le pegaron un tiro en plena misa y convirtieron al asesino material en su líder político.

En El Salvador fueron asesinados 18 sacerdotes, cinco monjas, centenares de catequistas y miles de campesinos que vivían en lugares considerados bajo influencia de “religiosos comunistas”. Iglesias, casas parroquiales, colegios de niños y niñas, universidades, imprentas y emisoras católicas sufrieron ataques terroristas por parte del régimen. La universidad de los jesuitas sufrió 20 atentados con bombas. Periodistas extranjeros, militares y empresarios que rechazaban la represión, activistas de derechos humanos, funcionarios de Naciones Unidas, congresistas norteamericanos y hasta el propio James Carter, presidente de los Estados Unidos, fueron considerados “comunistas”.

En noviembre de 1989, los medios de comunicación acusaron a los jesuitas de ser los responsables de la ofensiva guerrillera sobre la capital. Oligarcas y militares, temerosos de que se produjera una negociación con la guerrilla en el momento en que esta ocupaba parte de la capital, decidieron evitarla asesinando a Ignacio Ellacuría y a otros cinco jesuitas que defendían la solución negociada. Este crimen forzó al régimen a negociar, al dificultar la continuación del apoyo estadounidense.

Los guerrilleros no éramos solución de nada, fuimos simplemente síntomas de un país políticamente enfermo. Fueron las barbaridades del régimen las que nos multiplicaron. Treinta y cinco años después del asesinato del arzobispo Romero, la derecha salvadoreña no ha reconocido su culpa y torpeza. Matando a Romero quisieron detener una rebelión y la provocaron. Matando a los seis jesuitas pretendieron evitar una negociación y la desataron. No extraña que ahora la beatificación de Romero los desconcierte y enfurezca; el anterior alcalde de San Salvador, del partido de la derecha, cambió el nombre de San Antonio a una calle capitalina por el de Roberto D’Aubuisson, reconocido como el asesino del arzobispo. Queda la duda de si escogió esa calle porque continúan pensando que San Antonio era colaborador de la guerrilla.

Joaquín Villalobos fue guerrillero salvadoreño y es consultor para la resolución de conflictos internacionales.

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