Un tranvía llamado muerte

Tal día como hoy hace noventa años, un tranvía atropellaba a un anciano cuya única identificación eran los Evangelios. Raída la chaqueta, muy gastada la suela de esparto de los zapatos, los transeúntes pensaron que era un mendigo. En el hospital de la Santa Cruz recobró el conocimiento durante unos segundos: pidió que le fuesen administrados los últimos sacramentos y tomó un yogur. Tal vez recordara la interpelación agustiniana: “¿Y cómo hiciste el cielo y la tierra? ¿Qué máquina usaste para obra tan vasta?”.

Aquel anciano piadoso había sido un joven anticlerical, aquellos cabellos blancos habían sido rubios, los ojos siempre azules de tanto mirar el Mediterráneo. Sus detractores le acusaban de ser excesivamente imaginativo; en Mallorca, se burlaron de la forma que había dado a unas tribunas junto al presbiterio de la catedral: “¡Parecen tranvías!”. “¿Y qué se habían figurado ustedes? El tranvía es una cosa muy bonita y necesaria”.

La arquitectura debía imitar la naturaleza. Seguía, pues, a Shakespeare, quien decía que el arte es un espejo alzado ante ella, aunque Gaudí no sólo alzaba espejos, también vidrieras de colores, ventanales... El gran amor de su vida fue la Sagrada Familia, con cuyas piedras bailaba. Para verla crecer no le importó pedir limosna. Una mañana, en la explanada del templo, se le acercó un niño y le dio diez céntimos. (Como en Cataluña el nacionalismo ha sustituido a la religión, es lógico que la “Catedral de los pobres” siga inacabada).

Del editor catalán Carlos Barral, Juan Seix había vaticinado que acabaría como Gaudí: pidiendo limosna en Las Ramblas. Sin embargo, quien terminó como el genio fue el nieto de Juan: estando en la Feria del Libro de Fráncfort de 1967, bajo la lluvia, a Víctor Seix lo atropelló un tranvía que conducía un hombre llamado Adolf Hitler.

Si Gaudí encontró la muerte cuando iba a confesarse a la iglesia de San Felipe Neri, Seix la encontró camino de la ópera. En el hospital universitario ya no recobraría el conocimiento. Carlos Barral cuenta en sus memorias: “Yo tenía que visitar el cadáver y dar fe de su identidad todos los días, pues iba cambiando de frigorífico, y llamaba a ese terrible rito ‘la visita a la cosa amarilla’: una experiencia que no olvidaré nunca”.

Como editor de Seix Barral, Víctor puso una de las semillas para que Barcelona fuera la capital mundial del libro, descubriendo, gracias al Premio Biblioteca Breve, la mejor generación de escritores latinoamericanos; como fundador y consejero de Banca Catalana, nunca vería el hundimiento de la entidad ni cómo Jordi Pujol, en connivencia con socialistas y populares, iba a tapar sus corruptelas envuelto en la señera.

Carmen Posadas, viuda de Mariano Rubio (gobernador del Banco de España), no deja lugar a duda: “Mariano me dijo que le parecía increíble que le hubiesen prohibido tocar lo de Banca Catalana. Tenía órdenes de no hacer nada. Él sabía que había irregularidades, pero aquello no interesaba políticamente porque necesitaban sus votos”.

A pocos kilómetros del lugar donde murió Víctor Seix, cuatro años antes fue atropellado Kurt Wolff, el editor de Kafka. Si no hubiera sido por Wolff, quizá nunca hubiésemos leído los manuscritos de aquel checo que, aunque padecía insomnio, vivía entre sueños; historias autobiográficas llenas de agridulce magia: “Cuando era muy pequeño, una vez me dieron una moneda de diez céntimos de corona. Yo tenía muchas ganas de dársela a una vieja mendiga que se sentaba entre las dos plazas, pero esa cantidad me parecía exorbitante, un dinero que probablemente nadie había dado jamás a un mendigo, y por eso me daba vergüenza hacer una cosa tan inconcebible. Pero como tenía que dársela de todas formas, cambié la moneda de diez, entregué a la mendiga un céntimo, di la vuelta al ayuntamiento y a la galería de la casa pequeña, regresé como nuevo benefactor desde la izquierda, volví a darle a la mendiga un céntimo, me puse a correr otra vez y repetí esto febrilmente diez veces, o quizá algo menos, porque la mendiga terminó aburrida y finalmente se fue. De todas formas, al final estaba yo también tan agotado, incluso moralmente, que volví enseguida a casa y lloré hasta que mi madre volvió a darme otra moneda de diez céntimos”.

Kurt Wolff aprendió el oficio de editor a base de entusiasmo y buen gusto, por eso publicaba los libros que la gente debía leer, no los que la gente quería leer. A pesar de eso, reconocía haber editado muchos títulos malos por los que merecía “ir cuando menos al purgatorio, si no directamente al infierno”. Dio prestigio a Alemania durante los años en que una novela costaba cinco millones de marcos y un billete de tranvía doscientos mil millones; los años en que no había suficientes marcos para valorar el orgullo de sentirse alemán.

Ninguna persona le impresionó tanto como Kafka, “los ojos más bellos y la expresión más conmovedora de un hombre sin edad”. Al despedirse de él un día primaveral, escuchó algo que ningún autor le había dicho: “Siempre le quedaré más agradecido porque me devuelva mis manuscritos que por su publicación”.

De familia judía, Kafka nunca vería cómo la Gestapo confiscaría muchas de sus cartas, ni cómo sus tres hermanas morirían en campos de concentración (dos de ellas en la primera cámara de gas usada por los nazis).

El año que un tranvía de la línea 30 atropelló a Gaudí, Víctor Seix era un niño que corría por las Ramblas; aquel 1926, Wolff publicaba El castillo, una de las novelas más kafkianas. En la primera página de La Vanguardia del viernes 11 de junio, encima de la esquela de Antoni Gaudí i Cornet, hay otra -el doble de grande- de Mercedes Corominas y Sánchez, fallecida a los 21 años. ¿Quién era aquella muchacha que acompañaba a Gaudí en su último viaje…?

Víctor Seix fue enterrado en el cementerio de San Gervasio. Escribiría Barral: “Es un cementerio lleno de árboles y escaleras. Recuerdo en lo alto de una escalinata a una hermosa mujer de negro que nunca he sabido quién era, modelada por el viento en una actitud de figura clásica…”.

Los nazis hicieron que Kurt Wolff abandonase Alemania; los nazis asesinaron a las hermanas de Kafka con la misma sustancia que protege a los libros de los gusanos -el Zyklon B-. ¿Quién era el conductor que atropelló a Wolff? ¿Cómo se llamaba? La Alemania del 63 aún rebosaba de admiradores de Hitler. De ser uno de ellos quien acabó accidentalmente con la vida del editor en un país partido por un muro, ni siquiera a Kafka se le hubiera ocurrido semejante final.

José Blasco del Álamo es escritor y periodista. Su último libro es 'Azaña será ejecutado' (Editorial Funambulista, 2015).

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