¿Un Tribunal Constitucional con porra?

La cultura de la calidad trata de llegar también a las leyes. Con ahínco en los últimos tiempos, la teoría de la legislación intenta que los instrumentos que ordenan nuestra convivencia y garantizan nuestra libertad sean el fruto de una deliberación informada en torno a sus objetivos y a sus inevitables costes. No se trata sin más de dictar reglas con fines más o menos loables, sino de dar con los cauces que aseguren una reflexión plural y sosegada y una ponderación de lo que se gana y lo que se pierde con la norma. Porque las moscas se pueden matar también a cañonazos y los remedios pueden ser peor que las enfermedades.

El proyecto de ley orgánica que atribuye al Tribunal Constitucional la vara de la coerción para el cumplimiento de sus sentencias es de baja calidad. Este pobre nivel en un supuesto legalómetro comienza por las formas, que en buena democracia sirven a la reflexión y a la participación. Como no hay quizás materia constitucional más sensible que la regulación del órgano llamado a controlar a tal regulador, la misma requería el máximo celo en procurar el consenso parlamentario y en ilustrarse a través de los altos órganos consultivos (Consejo de Estado y Consejo General del Poder Judicial). Nada de esto parece que vaya a hacerse, lo que redundará en la ausencia de la necesaria reconsideración de las metas y los medios de la nueva ley: si aquellas son loables y están por alcanzar; si estos son eficaces y carentes de costes relevantes.

Si se va a apoderar al Tribunal para multar y para suspender en sus funciones a las autoridades en pos del cumplimiento de sus resoluciones será porque algunas de ellas se incumplen y porque no tenemos mecanismos eficaces para remediarlo. Pero: ¿han aportado los proponentes casos de desobediencias concretas hacia el árbitro constitucional? ¿No dice la vigente Ley Orgánica del Tribunal Constitucional que “todos los poderes públicos están obligados al cumplimiento de lo que el Tribunal Constitucional resuelva” (art. 87.1)? ¿No puede acaso “declarar la nulidad de cualesquiera resoluciones que contravengan las dictadas en el ejercicio de su jurisdicción” (art. 92)? Si el problema consiste en la falta de cumplimiento de obligaciones constitucionales por parte de una Comunidad Autónoma, ¿no faculta la propia Constitución al Gobierno, “con la aprobación por mayoría absoluta del Senado”, para que haga lo necesario para proveer a tal cumplimiento (art. 155)? ¿No es esta la voluntad del Constituyente acerca de qué poderes y cómo deben resolver este conflicto? Y sobre todo, ¿no es poco papel seco el del Código Penal, aplicado por los jueces penales, cuando castiga con multa e inhabilitación para empleo o cargo público de hasta seis años a la autoridad que se negare abiertamente a dar debido cumplimiento a resoluciones judiciales (art. 410.1)? ¿No son estas las vías eficaces para la ejecución de las resoluciones del Constitucional y no una nueva resolución “coercitiva” de este que podrá a su vez ser incumplida? ¿Llevamos acaso inermes casi cuarenta años?

Cabe desde luego pensar que lo que abunda no daña: que no está mal dar nuevos martillazos en uno de los clavos que sujeta el marco constitucional. Pero ojo con no golpearse en los dedos. Ojo a la mala pedagogía social que transmite infundadamente que ahora no se cumple lo que decide el Tribunal Constitucional. Ojo con el posible golpe en las garantías que deben rodear a las sanciones (presunción de inocencia, derecho de defensa, derecho al recurso, por ejemplo), no tan fácilmente eludibles cambiando su etiqueta “sanciones” por la de “medidas coercitivas”. Y ojo ante todo con el golpe a un Tribunal Constitucional ya bastante golpeado por las maniobras políticas que preceden a la elección de sus miembros y por estar abocado a interpretar la estructura territorial del Estado sobre los vacíos del título octavo de la Constitución.

No parece la mejor de las ideas que el Tribunal, el órgano llamado a arbitrar en los conflictos entre el Estado y las Comunidades Autónomas y en los de los poderes del Estado entre sí, quede armado con la porra de las multas y de las suspensiones a las autoridades. Decía Tomás y Valiente que las instituciones ganan o pierden prestigio por lo que hacen, pero también por lo que con ellas se hace. Y añadía el añorado maestro que el Tribunal Constitucional es la pieza más delicada de un Estado de Derecho. Si no somos capaces de reforzar su imparcialidad y su posición en el frontispicio constitucional, no lo empujemos al menos a jugar un nuevo papel en el que, cual mujer del césar, lo difícil no va a ser tanto mantener su independencia como convencer a los ciudadanos y a las demás instituciones de que lo hace.

Juan Antonio Lascuraín es catedrático de Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Madrid y fue letrado del Tribunal Constitucional. Suscriben el presente texto Alfonso Ruiz Miguel, Alma Rodríguez Guitián, Ana de Marcos, Andrés García, Ángel Menéndez Rexach, Antonio Arroyo Gil, Antonio Rovira, Blanca Mendoza, Blanca Rodríguez Chávez, Borja Suarez, Elena Beltrán, Elena García Guitián, Enrique Peñaranda, Esther Gómez Calle, Fernando Martínez, Fernando Molina, Gregorio Tudela, Ignacio Tirado, José Luis López, José Mª Rodríguez de Santiago, Juan Carlos Bayón, Julián Sauquillo, Liborio Hierro, Luis Rodríguez Abascal, Manuel Cancio, Mario Maraver, Marisa Aparicio, Mercedes Pérez Manzano, Pilar Benavente, Pilar Pérez Álvarez, Silvina Bacigalupo, Soledad Torrecuadrada y Yolanda Valdeolivas, profesores de la Facultad de Derecho de la UAM y miembros del Colectivo DeLiberación.

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