Un trimestre absolutamente decisivo

Como ya conocíamos, la economía española ha cerrado el primer trimestre de este año con una caída del PIB en términos reales de un 0,5%, mejor desde luego que la caída de 0,8% experimentada en el trimestre anterior, por lo que da la impresión de que comenzamos a tocar fondo en el descenso. La contabilidad de ese primer trimestre, publicada el pasado 30 de mayo, ratifica esa impresión y permite pensar que pronto comenzará el ascenso. Las cifras de las distintas magnitudes del primer trimestre de este año en relación al último del año anterior señalan todavía una caída, pero también una clara desaceleración en ese descenso, incluidas las cifras del consumo de los hogares. Si la comparación se hace en términos interanuales también se desaceleran en su declive casi todas las magnitudes, pero el consumo de los hogares sigue aumentando la velocidad de su caída en comparación con el mismo periodo del año anterior, pese a su ligera mejoría relativa durante el primer trimestre del año. Seguimos, pues, teniendo serios problemas con el consumo doméstico.

En ese positivo panorama destaca el comportamiento de las inversiones, que ofrecen una perspectiva bastante mejor que la del trimestre anterior e, incluso, que la de 2012 en casi todos sus componentes. Las inversiones en maquinaria y otros bienes de equipo y las de equipos de transporte estaban a principios del año creciendo incluso a tasas ya positivas. Por su parte, las exportaciones de bienes han seguido creciendo en este primer trimestre a tasas también positivas mientras las importaciones de bienes han continuado descendiendo pero a tasas más moderadas, lo que quizá anuncie la pronta reactivación de la demanda interior. En resumen, un panorama de clara desaceleración en la caída del PIB que por ahora parece tener como soporte no solo a las exportaciones como en periodos anteriores sino también a las inversiones, que se han sumado en este primer trimestre a las esperanzas de una pronta recuperación de nuestra economía.

Pero el trimestre decisivo desde el punto de vista de la recuperación será el actual. Si durante este segundo trimestre se confirmasen las tendencias que han apuntado en el primero, podría fundadamente estimarse un crecimiento del PIB ya positivo para finales de este ejercicio, aunque modesto en su cuantía por la debilidad del consumo. Algunos síntomas apoyan esta hipótesis, siendo los más destacables el comportamiento del desempleo durante los pasados meses de marzo, abril y mayo, en los que el paro registrado disminuyó de forma acelerada, así como el crecimiento de la producción industrial, que ha experimentado un fuerte aumento en abril. Las incertidumbres sobre el cambio definitivo de coyuntura derivan, como casi siempre, de que los síntomas van apareciendo muy gradualmente y con fuertes retrasos. Hasta finales de julio no tendremos un avance de la tasa de variación real del PIB en este segundo trimestre y hasta finales de agosto no dispondremos de su contabilidad completa. Por eso en tales circunstancias suele decirse con razón que ajustar con precisión la política económica a la coyuntura es algo así como tratar de conducir un coche guiándose sólo por el espejo retrovisor.

Sin embargo, aunque en pocas ocasiones sea posible lograr ese ajuste fino entre coyuntura y política económica, no cabe duda de que hay muchas medidas y cambios que podrían acometerse ahora aunque continuase la recesión. Por ejemplo, la de avanzar apreciablemente en la reducción del gasto público estatal, autonómico y local no conexionado directa o indirectamente con el crecimiento de la producción, es decir, la de reducir aquella parte del gasto público que, al menos desde finales del siglo XVIII, los economistas consideramos como poco productivo. Ello permitiría disminuir el déficit público sin aumentar los impuestos, ahorrarnos el esfuerzo de colocar nuevas emisiones de deuda y, sobre todo, evitar los nuevos intereses que tendríamos que pagar ahora y en el futuro por esa deuda. Sin duda sería el mejor modo de compatibilizar reducciones del déficit con políticas de crecimiento, como se pide cada vez más frecuentemente.

Hay otras muchas reformas de gran calado que deberían ponerse en marcha cualquiera que fuese la situación coyuntural. Algunas se refieren a estructuras de gastos que, como los de pensiones, están condicionados por tendencias naturales de la población que difícilmente van a cambiar en unas décadas. Con una proporción de personas mayores en crecimiento muy rápido, debido en parte a la escasez de nacimientos y en parte a la afortunada prolongación de la vida de esas personas, no queda más remedio que acometer una reforma a fondo de este sistema para garantizar su sostenibilidad en el futuro, porque su financiación se colapsaría inevitablemente cuando el número de pensionistas casi igualase al de cotizantes en activo, para lo que ya no parece faltar mucho tiempo. Otra importante reforma sería la educativa, que debería conseguir instituciones de enseñanza más eficientes y resultados respecto a nuestros jóvenes mucho mejores que los actuales, que nos sitúan en una sonrojante posición a la cola de los países de nuestro entorno, con graves efectos para el potencial futuro de la economía española. Otra de esas reformas sería la sanitaria, ámbito en el que el crecimiento anual de los gastos amenaza seriamente cualquier proyecto de estabilidad presupuestaria. Y otras deberían orientarse a lograr mayores niveles de eficiencia en toda la Administración española, lo que implicaría suprimir trámites y organismos que nada añaden ni a la producción del país ni al bienestar de sus ciudadanos.

Hay también otras muchas actuaciones que cambiarían bastante nuestra economía y su estructura de producción, cualquiera que fuese la coyuntura en que se emprendiesen. Algunas de ellas deberían dirigirse con urgencia a aumentar la competencia en nuestros mercados, siempre proclives al oligopolio y a una fragmentación impulsada por particularismos regionales impropios de esta época, con muy negativas repercusiones para los niveles relativos de precios. Otras reformas deberían incitar a la especialización en tecnologías que añadan valor a nuestras producciones para ganar en capacidad para competir sin obligarnos a reducir precios y costes. Otras, finalmente, deberían disminuir el coste de inputs esenciales, tales como la energía, al tiempo que acometer ahorros de consideración en el consumo de esos factores.

Pero una de las más importantes reformas pendientes, cualquiera que sea la situación de nuestra economía, es la que se refiere al sistema tributario, que a estas alturas parece poco eficiente respecto a la producción y seriamente afectado por el fraude y la elusión impositiva. Esa reforma debería hacerse buscando mejorar la producción para alcanzar un mayor empleo, pues el empleo constituye hoy la mejor política redistributiva posible. Los impuestos, que siempre obstaculizan algo la producción privada, no deberían entorpecer en exceso su crecimiento ni tampoco distorsionar la orientación que el mercado le proporcione. El aumento de la eficiencia económica debería ser, por tanto, el primer motor y guía de esa reforma, aunque contando con las inevitables restricciones que impone la estabilidad presupuestaria. Además la reforma debería acercar la definición de las bases tributarias al concepto habitual de las magnitudes económicas que las sustentan, haciendo más simples los impuestos y mucho más aceptables para quienes los soportan. Una administración reforzada y con mejores medios debería permitir que se redujesen las tarifas nominales sin riesgos para la recaudación, al disminuir el fraude fiscal y la creciente elusión tributaria.

En ese contexto y teniendo en cuenta el comportamiento previsible de nuestra coyuntura económica, habría que plantearse la prometida reducción de las actuales tarifas del IRPF para que, mediante la disminución de las retenciones y pagos finales, se diese un rápido empujón a la renta disponible mejorando el consumo de las familias, que hoy es la magnitud que se comporta más negativamente en nuestra economía. Parece, pues, que va llegando la hora de una política fiscal similar a la que, a finales de los pasados años 90, redujo las tarifas del IRPF impulsando la producción y recuperando sus propios costes recaudatorios al ponerse en marcha en el momento oportuno. Quizá el nuevo año, si para entonces estuviese ya claro el inicio de la recuperación económica, debería marcar su inicio sin más demoras.

Manuel Lagares es catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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