Las palabras, durante una campaña electoral, son tan inflamables como la gasolina, hieren como disparos, aunque revelen también aquello que se está quemando. Quien sabe escogerlas, y manejarlas, es capaz de entender el presente, e hipoteca el futuro. Quien lo ignora se condena. Voy a intentar explicar lo que ha ocurrido en Italia utilizando dos términos que me parecen las palabras clave para entenderlo. La primera es "tsunami". Pertenece a la lengua japonesa, y los italianos nunca habían oído pronunciarla antes del 26 de diciembre de 2004, cuando uno de estos fenómenos provocó una hecatombe en las costas del Océano Índico. Desde entonces, en el vocabulario italiano (aunque también en el imaginario colectivo, al estar unida a fotogramas que todos han visto y memorizado), se ha convertido en sinónimo de ola anómala, violentísima, que se abate sobre lugares en los que reina una quietud ficticia, poniendo al descubierto su fragilidad. La palabra contiene una carga explosiva, punitiva y mítica. Además, no hay nada que pueda detener un tsunami. Como mucho, puede alertarse de su llegada y desalojar la línea de la costa. Más o menos, eso es lo que pretendía dar a entender Beppe Grillo al denominar "tsunami tour" los mítines de la campaña electoral del Movimiento 5 Estrellas. La ola se estaba aproximando y las señales de alarma sonaban desde hacía tiempo. Pero es como si los demás partidos se hubieran quedado sentados en la playa debajo de una sombrilla, con sus cócteles en la mano, disfrutando de las vacaciones.
La segunda palabra es "casa". Los italianos ya casi no creen en nada. Sería un error suponer que se han dejado engatusar por las promesas de dos formidables vendedores, como buena parte de la prensa extranjera se ha apresurado a definir someramente a Berlusconi y a Grillo. Lo cierto es más bien lo contrario: los italianos no son unos ingenuos inocentones, sino, si acaso, unos cínicos desilusionados. No les han vendido un sueño, sino un despertar. Los italianos no creen en la patria. Tal vez crean en Dios, pero no desde luego en sus representantes —y la disolución del electorado católico parece demostrarlo—. Creen poco en los partidos tradicionales. Nada en absoluto en las instituciones, vaciadas y mancilladas por saqueadores indignos. Poquísimo también en la justicia. En esta campaña electoral la noble palabra "justicia" ha resultado la gran perdedora. Quienes la han usado como eslogan, o la han propugnado como programa, han sido derrotados. Porque, a estas alturas, la única justicia que cuenta para los italianos es la justicia social, que ha sido hecha añicos, y la de los tribunales ha caducado ante sus ojos como mercancía echada a perder. Por eso puede decirse realmente que ayer la Segunda República, nacida de los escándalos y de los procesos judiciales de 1992, murió. Enterrada bajo las deudas que ha contraído con los europeos y con sus ciudadanos.
Cuando todo se derrumba, lo que queda es la familia, y su símbolo: la casa. Comprada a plazos, construida abusivamente, ocupada ilegalmente, alquilada ilegalmente, entregada como garantía a los bancos, hipotecada, expropiada, donada por los abuelos a su nietos, que tal vez jamás tengan trabajo ni pensión. Aproximadamente el 70% de los italianos posee una casa y los demás sueñan con conseguirla. Comprarla ha supuesto para generaciones enteras la prueba del bienestar alcanzado, la garantía del futuro. Gravar indiscriminadamente la casa, sin ofrecer nada a cambio del sacrificio (hasta los dioses antiguos sabían que a quien da hay que darle algo a cambio) no iba a ser perdonado jamás por los electores.
Con todo, la expresión "mandar a casa" tiene en italiano una acepción opuesta. Significa casi '"mandar a tomar viento". La expresión "¡a casa, a casa!" llevaba meses resonando, en las plazas y en la red, como una promesa. Y millones de italianos (votando e incluso no votando) han mandado a tomar viento a toda una clase dirigente (la "casta") a la que tal vez hubieran votado hace cinco años, pero por la que se han sentido traicionados y escarnecidos. Esta invitación casi amenazadora llevaba implícita, sin embargo, un soplo no desdeñable de democracia. La idea de que lo que estaban ocupando no era "su casa", sino la de todos.
Tras estas elecciones no se ha visto una sola sonrisa, ni ha habido celebraciones: es difícil hablar de vencedores, porque después de un tsunami en la playa solo quedan escombros y cadáveres. Sin embargo, algo ha cambiado. A Italia hasta ahora solían calificarla como la novia en coma, el país del sueño, en perpetuo letargo. Tal vez estemos en fase de reanimación. Los italianos han votado en las elecciones al Parlamento de la República igual que lo han hecho en sus pequeños ayuntamientos, donde a menudo han elegido a ciudadanos, estudiantes, profesionales, desempleados en los que podían reconocerse. Esta necesidad de participación, que era rabia y revuelta, pero que se ha convertido en energía, y en marea, es la única auténtica lección que nos han dado las urnas. Qué ocurrirá ahora no lo sabemos, pero ignorar este mensaje u olvidarlo sería —como lo ha sido— fatal.
Melania G. Mazzucco (Roma, 1966) es escritora italiana, autora de Ella tan amada (Anagrama). Traducción de Carlos Gumpert.