Un vehículo de odio

Si Gabriel Rufián desea intercambiar profundas reflexiones con Arnaldo Otegui, ¿en qué idioma hablarán los dos? Me temo que en la «opresora» lengua castellana: si no, no podrían entenderse.

Lo mismo les pasaría a Puigdemont, a Oriol Junqueras, a Jordi Turull, a Raül Romeva, a Alfred Bosch... A pesar de sus firmes creencias independentistas, tendrían que recurrir a la que ellos llaman despectivamente «lengua del Imperio» para que su interlocutor les comprendiera.

Incluso el Honorable Quim Torra habría de echar mano de la que él mismo ha calificado como «lengua de las bestias» para hacerse entender. ¡Qué enorme sacrificio! ¡Todo sea por la construcción de la identidad nacional!

Lo peor es que este problema no se circunscribe al ámbito español sino que tiene también una dimensión internacional. Imaginemos que estos señores Torra, Puigdemont, Junqueras o Rufián desean comunicarse con personajes tan notoriamente «progresistas» como Nicolás Maduro, Daniel Ortega o Raúl Castro: una vez más, se verán obligados a olvidar momentáneamente todos los agravios y recurrir a la lengua aborrecida.

De hecho, el castellano es la lengua común de todos los españoles. No se trata de una odiosa obligación impuesta por Franco ni por ninguno de sus herederos fachas: eso es una realidad evidente, no una opinión mía. Resulta que un catalán se entiende con un gallego y un vasco en castellano: la misma lengua que le permite intercambiar frases con un andaluz, un leonés, un extremeño, un navarro... Y lo más doloroso, para algunos: la que nos une con cientos de millones de hispanohablantes, en el mundo entero.

Ese hecho indiscutible está recogido expresamente en nuestra Constitución, aprobada por las Cortes y ratificada en referéndum por el pueblo español. Así reza el artículo 3 del Título Preliminar:

«El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades, de acuerdo con sus Estatutos».

Muchísimos españoles vemos con toda claridad que la «ley Celaá» vulnera la letra y, evidentemente, el espíritu de nuestra Constitución, al eliminar que el castellano sea lengua vehicular en la enseñanza, en toda España.

En este punto, como en tantos otros, el texto constitucional aprobado contaba con la lealtad de los partidos nacionalistas. Muy ciego es el que no vea que tal lealtad no ha existido. Todo lo contrario: se han buscado todos los resquicios para burlar ese texto.

Nuestra Constitución es tajante, al proclamar cuál es la lengua oficial de España. A la vez, con voluntad de concordia y con evidente ingenuidad, respeta las demás lenguas españolas, creando un régimen de bilingüismo, en las comunidades en que existen. La realidad es que, desde entonces, los nacionalistas no han parado de luchar para imponer un régimen de monolingüismo, relegando cada vez más a la lengua común en la enseñanza y en la Administración.

La «ley Celaá» es sólo el punto final -por ahora- de un largo proceso, consentido por todos los gobiernos nacionales. Repito: por todos. ¿Por qué? Simplemente, porque todos han necesitado los votos de los nacionalistas para formar gobierno o para aprobar los Presupuestos.

¿A quién perjudicará este disparate? A España, por supuesto, pero, sobre todo, a los propios catalanes. Seguirán usando el castellano porque lo necesitan para hablar con los demás españoles y porque es una de las lenguas más pujantes y difundidas, en el mundo entero, pero, como no lo estudiarán, lo hablarán y escribirán cada vez peor (ya se está advirtiendo claramente en muchos casos). Eso será malísimo para su economía, por supuesto. Culturalmente, supondrá un verdadero suicidio.

¿Qué va a pasar? El comunicado de la Real Academia Española muestra más prudencia política que valor heroico: «Confía en que el legislador no se desviará de la protección que la Constitución dispensa al español». Que sigan confiando... Otra cosa podría poner en riesgo la subvención oficial. A Mario Vargas Llosa se le entiende con más facilidad: «Idiotez sin límites». Tampoco sorprende que esa ley le parezca bien al director del Instituto Cervantes, nombrado por el Gobierno. Algunas asociaciones recurrirán esta norma ante el Tribunal Constitucional: acabará moderando algunos de estos disparates pero lo hará dentro de años, cuando el daño ya sea irreparable.

Por muy pesimista que uno sea, no podía imaginar que todo esto lo haya hecho un partido que se llama Socialista, Obrero y Español. El maltrato a la educación concertada y a la libertad de los padres se origina en el sectarismo de un presunto «progresismo». El ataque a la lengua española no es más que una parte del triste pago a los independentistas catalanes: el PSOE ha consumado la entrega de nuestra lengua común a cambio de unos votos para aprobar los Presupuestos.

Todo esto escandaliza también a algunos socialistas de buena fe pero muy pocos se atreven a oponerse claramente porque «el que se mueve, no sale en la foto»: lo hemos visto ya tantas veces...

Quizá el gran público no entiende del todo la trascendencia del tema lingüístico. Sí escandaliza a muchísimos el tratamiento dado a la enseñanza concertada y el ataque a la libertad de los padres. Lo otro puede sonarles más oscuro y lejano. Además, están ya aburridos de la inacabable tabarra que dan los independentistas catalanes. Con la abulia que reina ahora en la sociedad española, me temo que lo aceptarán sin rechistar: «No passa nada», como dice Antonio Burgos.

Es muy fácil entender este problema. ¿Conciben ustedes que, en un país democrático, se permita legalmente que, en los centros públicos de alguna de sus regiones, sea imposible estudiar en la lengua oficial de esa nación? No hace falta romperse la cabeza para contestar.

Lo que va a lograr esta «ley Celaá» es dar la puntilla a la lengua española, en Cataluña (y en todas las regiones donde los independentistas logren imponer su expansionismo). No es sólo un problema pedagógico ni lingüístico. La lengua es un extraordinario instrumento de comunicación. Utilizarla como un «vehículo» de odio y de distanciamiento, para romper todos los puentes posibles con el resto de España, es, pura y simplemente, una locura.

Aunque ahora no pase nada, la historia -estoy seguro- juzgará como se merecen a quienes lo han exigido y a quienes lo han aceptado.

Andrés Amorós es catedrático de Literatura Española.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *