Un viaje peligroso: de la desregulación a la desigualdad

Dos noticias de hace unos meses son claro ejemplo del viaje a ninguna parte en el que se encuentran embarcadas España y Europa desde finales de los noventa. Por un lado, algunos barrios de Madrid han solicitado pagar más para recibir mejores servicios públicos; una suerte de privatización y guetización de barrios de clase alta. Por otra parte, la City de Londres ha empezado a colocar en ciertas esquinas y plazas pinchos antimendigos, unas protuberancias en el suelo para evitar que los sin techo busquen un sitio resguardado donde pasar la noche.

No deja de sorprender que las capitales de dos de los países que impulsaron el experimento desregulatorio de aquellos años planteen, tres lustros después, estas inquietantes soluciones frente al auge de la desigualdad. Serían la estación de llegada de aquel peligroso camino impulsado en 1999 por una élite extractiva que, embriagada por la idea del fin de la historia y la teórica autorregulación de los mercados, impulsó en EE UU la aprobación de la Ley de Modernización Financiera (más conocida como Gramm-Leach-Bliley Act). Un paquete legislativo que prácticamente derogaba la Ley Glass-Steagall, aprobada durante la Gran Depresión de los años 30 y que actuó durante más de medio siglo como un dique de contención frente a los excesos del sector financiero.

La siguiente parada del viaje fue la burbuja inmobiliaria fraguada en el arranque del presente siglo. Los mismos que aplaudieron la nueva (des)regulación financiera inflaron de forma imprudente un globo gigantesco. EE UU, España, Irlanda y otros países cebaron su mercado inmobiliario, permitiendo construir sin control y cerrando los ojos ante la pésima gestión de riesgos que estaban llevando a cabo tanto el regulador como las entidades financieras. El PIB subía, el paro bajaba, la ciudadanía se hipotecaba y el precio de la vivienda sufría aumentos de dos dígitos anualmente. La deuda privada alcanzaba cotas estratosféricas y la ingeniería financiera se ocupaba de titulizarla y empaquetarla de forma oscura con el apoyo de las agencias de rating. Al calor de la desregulación legislativa, el sector inmobiliario incubó un virus letal y el sector financiero lo propagó por el sistema económico mundial.

A la siguiente estación llegamos el 15 de septiembre de 2008, con la noticia de la quiebra de Lehman Brothers, uno de los bancos de inversión que se habían encargado de soplar la burbuja inmobiliaria y financiera. La música se detuvo bruscamente. Sonaron todas las alarmas y la resaca fue tan pavorosa que el conjunto del sistema económico occidental se tambaleó. Todos los agentes que en otro tiempo abominaban de la regulación y del gobierno, pidieron a gritos un gigantesco paquete de rescate financiero ante el peligro de derrumbe total. The Economist llegó a afirmar en un editorial que el rescate gubernamental del sector financiero no era socialismo, sino una medida pragmática para evitar la catástrofe.

Pero no terminó aquí el viaje. El crack de 2008 mutó en una Gran Recesión que ha barrido el tejido económico y productivo de varios países europeos, expulsado a cientos de miles de personas del mercado laboral y condenado al ostracismo a toda una generación de jóvenes. Y tras el masivo rescate financiero, que consiguió evitar el hundimiento, la élite económica salió de su refugio estatal y emprendió una nueva cruzada. Esta vez el objetivo era la propia Administración, que, exhausta y endeudada tras el esfuerzo del rescate, empezaba a dar los primeros pasos para volver a embridar al sector financiero. No se dio tiempo a los Estados para establecer nuevas reglas y diques de contención. Se predicó y se impuso la idea de la austeridad. Las empresas y entidades financieras rescatadas por los Gobiernos, una vez que recibieron la inyección de fondos necesaria, se volvieron contra ellos recriminándoles su excesivo endeudamiento. Una deuda causada, justamente, por su rescate.

La política de austeridad a ultranza, la pérdida masiva de empleos y la perpetuación de una desregulación brutal han originado una peligrosa desigualdad, que constituye la última parada de nuestro viaje. Una inequidad que ha ido empapando amplias capas de la sociedad, provocando respuestas como las de Madrid o la City londinense, y que autores como Wilkinson y Pickett han demostrado que es corrosiva para la actividad económica, el empleo y la cohesión social.

¿Cuál es la próxima estación de este tránsito de la desregulación a la desigualdad? La historia nos ha enseñado que las situaciones de concentración de la riqueza en manos de unos pocos y de destrucción de la clase media suelen desembocar en el auge de extremismos políticos. En Europa, cegados por una mirada excesivamente cortoplacista, estamos empezando a ver casos puntuales de esta nueva etapa. En Grecia hay grupos que persiguen y atacan a homosexuales. En Alemania células organizadas acosan a refugiados en albergues. No son hechos de los años 30 del siglo pasado, son sucesos de los últimos meses.

¿Qué podemos hacer para cambiar este peligroso rumbo? En primer lugar, hemos de reconstruir los diques regulatorios que se dinamitaron y volver a tejer un marco regulatorio eficiente y eficaz. Como sucede con el colesterol, existe regulación dañina y regulación virtuosa. La primera genera duplicidades e ineficiencias, la última aporta seguridad jurídica, espolea la inversión y mantiene un equilibrio sostenible entre el mercado, el Estado y el ciudadano. El objetivo no es la hiperregulación para sostener unidades económicas ineficientes, sino regular mejor.

En segundo lugar hemos de readaptar la política económica a nivel europeo. La grave situación presente no se soluciona con un único fármaco, sino con antibióticos de amplio espectro. La política de austeridad no es que sea mala en sí, es que no funciona. Necesitamos sacar toda la artillería para revitalizar nuestra maltrecha economía, sabiendo combinar equilibrio de las cuentas públicas, política monetaria no convencional, programas de inversión productiva, reestructuración de la deuda de países con problemas y reformas profundas en la administración pública.

El tercer bloque de medidas iría orientado a cambiar el modelo económico, optando por la innovación en nuestro tejido industrial. La industria o manufactura avanzada es la piedra de toque de todo sistema económico sostenible y productivo. Algo que hemos olvidado bajo el mantra –equivocado– de la terciarización de la economía.

Y, por último, hemos de modificar nuestro sistema fiscal para combatir el enorme nivel de economía sumergida. Un cáncer que no solo debilita el Estado de bienestar, sino que introduce graves anomalías en el funcionamiento del sistema económico, ya que dos de cada diez euros involucrados en actividades económicas vuelan por debajo del radar tributario.

En resumen, el viaje a ninguna parte en el que nos embarcamos en 1999 no es irreversible. Entre el Estado y el mercado siempre está la ciudadanía, verdadero motor de todo progreso económico, de todo cambio social. Esta misma ciudadanía es la que ha mantenido en España y en otros países de Europa la dignidad colectiva. Profesionales de la sanidad pública, docentes, empresarios comprometidos, periodistas, jueces, organizaciones sociales y miles de personas trabajadoras están poniendo pie en pared ante la evidente injusticia social y económica a que conduce este camino. Estas personas, de orígenes geográficos e ideológicos distintos, demandan que una nueva generación salga al campo de juego y vuelva a construir los diques políticos, sociales y económicos que nos defiendan de la ley del más fuerte, que es la barbarie.

Iñigo Calvo Sotomayor es economista y profesor de Deusto Business School-Universidad de Deusto.

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