Un viejo y honorable corsé

Las nociones políticas de izquierda y derecha se han transformado enormemente en las últimas décadas, y hoy resulta fácil advertir las grandes diferencias que separan a los partidos socialistas y conservadores actuales de los de hace solo cincuenta años. Pero, al mismo tiempo, es asombroso ver cómo esas dos maneras de comprender la realidad son en esencia iguales a cuando se fundaron hace más de dos siglos a consecuencia de las tres grandes revoluciones que iniciaron nuestra era —la Revolución Industrial, la Revolución Americana y la Revolución Francesa— y siguen definiendo la política occidental.

En un reciente y extraordinario libro, The Great Debate [El gran debate], el académico y político estadounidense Yuval Levin explica los orígenes del pensamiento progresista y conservador a partir de Thomas Paine y Edmund Burke, dos de las figuras capitales de la filosofía —pero también de la acción— política de finales del siglo XVIII. Paine fue un inglés de orígenes modestos y autodidacta, observador de primera mano de la Revolución Francesa y autor de brillantes panfletos como El sentido común y Los derechos del hombre, con los que inició la tradición de pensamiento progresista moderno y alentó la independencia de Estados Unidos y sus instituciones revolucionarias y democráticas. Para él, la política era un arte que debía desarrollarse únicamente mediante la razón —y la razón excluía la monarquía hereditaria—, consideraba que los ordenamientos jurídicos y las formas de organización política no eran sino un producto de la voluntad humana que toda generación tenía derecho a cambiar de acuerdo con lo que su tiempo le exigiera y que la política no era más que la búsqueda de la felicidad de los individuos, que eran lo único relevante por encima de ideas como las de nación o comunidad.

Edmund Burke fue un escritor y político también inglés, de acomodado origen irlandés, que tuvo posiciones políticas moderadas hasta que el estallido de la Revolución Francesa le llevó a desarrollar, en magníficos libros e intervenciones parlamentarias, las nociones esenciales del conservadurismo contemporáneo y una defensa ponderada del statu quo. Según Burke, la política debía ejercerse mediante la razón, pero ignorar los sentimientos y los apegos irracionales llevaba a la catástrofe: la religión y la monarquía, y las ceremonias a ellas asociadas, decía, eran elementos que los ciudadanos apreciaban y necesitaban como elemento de unión social. Según Burke, los individuos no eran sólo eso, sino miembros de una comunidad que por el mero hecho de nacer estaban condenados a recibir el mundo que les dejaban sus padres y tratar de dejárselo a las siguientes generaciones en un estado lo más armónico posible. Para ello, había que olvidarse de revoluciones y limitarse a cambiar aquí y allá lo que no funcionara y dejar que, en lo sustancial, la sociedad evolucionara lentamente de acuerdo con sus tradiciones y costumbres. Paine era un optimista convencido de que la humanidad puede encontrar la justicia si así se lo propone y de que el mundo puede soportar cualquier cambio que la razón diga que es a mejor. Burke era un escéptico que temía que el ansia de cambios radicales, incluso los más bienintencionados, acabara con la convivencia pacífica y un tejido social mucho más frágil y complejo de lo que creían los progresistas.

Como decía, hoy las ideas de progresismo y conservadurismo son distintas. Una parte de la izquierda ha perdido la confianza en el individualismo y el racionalismo de Paine y ha apostado por posturas comunitaristas o anticientíficas. Y, del mismo modo, las ideas sobre la sociedad de Burke son hoy ajenas a una parte de la derecha, que cree que la política no debe tener relación alguna con los sentimientos y las pasiones y puede resumirse en una hoja de Excel. Asuntos que hace no tanto considerábamos progresistas como el divorcio, los preservativos o el matrimonio homosexual tienen un apoyo absoluto o creciente entre los conservadores, y nociones tradicionalmente conservadoras como la de propiedad privada, la competencia en numerosos sectores de la economía o los esfuerzos por limitar la inflación parecen hoy también mayoritarias en la izquierda. (Un patrón habitual en las últimas décadas, como se ve, es que la derecha acabe aceptando ideas morales de la izquierda y que ésta asuma ideas económicas de la derecha; ambas suelen hacerlo a regañadientes, pero lo hacen). Con todo, las ideas saltan tantas veces de un lado al otro del pasillo que hoy, en buena medida, no tenemos del todo claro si la libertad individual, la limitación de los poderes del Estado o la vigencia de identidades comunitarias son ideas de izquierdas o de derechas. Esto es una buena noticia y no deberíamos preocuparnos demasiado por la confusión: las ideas políticas siempre son más claras y más elegantes que la política real, y lo único realmente importante es que las buenas florezcan y las malas se descarten. Pero sea como sea, más allá de estas transformaciones, en nuestros grandes partidos —y medios de comunicación, libros y asociaciones civiles— perviven hoy tozudamente esas dos visiones políticas opuestas que ejemplificaron Paine y Burke. Porque de hecho no se trata de visiones que hoy consideraríamos estrictamente vinculadas a la política cotidiana, sino que tienen sus raíces en qué pensamos que es la naturaleza, en qué consiste el verdadero carácter humano y cuál es la finalidad de nuestro paso por la tierra.

Desde hace tiempo, se han producido numerosas llamadas a superar una distinción política tan vieja como la que separa a izquierda y derecha y a encontrar nuevas formas de ordenar las ideas políticas y la confrontación entre ellas. Sería algo deseable. Sin embargo, aunque muchos ciudadanos, medios y organizaciones se sientan incómodos con esta tajante división, lo cierto es que los discursos políticos, filosóficos e incluso literarios siguen siendo, para bien o para mal, expresiones de uno u otro campo, o al menos la sociedad siente que debe incluirlos en uno u otro para simplificarlos, comprenderlos y archivarlos. Quizá muchos sintamos que es urgente, pero lo cierto es que no hemos sabido encontrar aún la manera de superar la distinción entre izquierda y derecha que establecieron esos dos gigantes políticos que fueron Paine y Burke hace más de dos siglos. Lo cual habla muy bien de ellos y no tanto de nuestra capacidad para elaborar nuevos menús ideológicos que superen a los establecidos y resulten tan atractivos como estos.

Ramón González Férriz es editor de la revista Letras Libres en España y autor de La revolución divertida (Debate, 2012).

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