Un vuelco aún en el aire

El demoscópico es hoy un saber en la cuerda floja. Su nueva volatilidad desdibuja los pronósticos y, al menos en las elecciones catalanas, las dudas son crecientes y a ratos inquietantes: ¿rebasará otra vez el Junts per Catalunya de Puigdemont y Laura Borràs a la ERC de Oriol Junqueras y Aragonès? ¿Alcanzará la policromía independentista más del 50% de los votos? ¿La abstención será transversal, o afectará más a quienes ven con desencanto el embarrancamiento de los planes secesionistas y alentará, a cambio, a quienes lean un posible futuro distinto, un vuelco hoy en el aire? ¿El voto que se refugió en Ciudadanos va a recalar ahora en el sosiego clásico y cerebral de Salvador Illa, o va a hacer que Vox adelante a un PP más moderado que en los tiempos pirómanos de Cayetana Álvarez de Toledo? Y, en todo caso, ¿hay alguna posibilidad aritmética y empírica para que el vuelco llegue a la Generalitat, de la misma manera que el vuelco llegó a La Moncloa? ¿Es un vuelco sin fecha, un vuelco fantasma, un vuelco cabriola y solo iluso?

Son incertidumbres insolubles hoy —y quizá incluso después del 14-F, paradójicamente—, pero un principio sigue igual de firme que antes: la ley electoral premia el voto de la Cataluña interior y sobrerrepresenta en el Parlamento las opciones independentistas. Ese desajuste legal prestó el anclaje para convertir una exigua mayoría de escaños en el espejismo de una mayoría social partidaria de la secesión que no existe. Lo saben todos, y lo sabe también ERC, que últimamente, al menos en relación con el Gobierno español, ha hecho prevalecer sus afinidades con la izquierda antes que su identidad independentista.

¿Existe un margen verosímil, razonable o siquiera transitable para alguna modalidad de acuerdo que cambie la cara de la Generalitat, aunque sea solo en parte? La indulgencia casi compasiva con que Pablo Iglesias empatiza con los políticos presos puede perjudicar de forma grave los intereses de Comuns en Cataluña. Aquí son cada vez menos quienes exculpan de sus graves culpas a políticos que quisieron imponer a una mayoría social la independencia por la fuerza, aunque no compartan o sientan excesivas y mal argumentadas las altas penas de cárcel. Y casi no queda nadie (o nadie que no esté bajo el efecto narcótico de la fe) que siga creyendo que el 1 de octubre de 2017 diese legitimidad alguna al proyecto de secesión, más allá de confirmar la existencia de una mitad de catalanes comprometidos a toda costa en promoverla, diga lo que diga la otra mitad o, mejor, sin que valga la pena siquiera atender a lo que dice la otra mitad.

En las redes no es fácil razonar la existencia de una franja levísima de maniobra, apenas una cinta cuyo deslizamiento acelerado puede ser grave y llevar a partirse la crisma. Esa cinta deslizante sería la conjetura de un acuerdo necesariamente discreto, difuso e impreciso que facilitase sin ruido un acuerdo de la izquierda socialista, independentista y de Comuns. Ese auténtico vuelco al mapa daría oxígeno de urgencia para reactivar la acción política y social y dejar de fingir que Cataluña vive en las vísperas de gloria de la secesión. Eso no sucede hoy ni sucederá de forma inmediata, pero sí podría crecer la fortaleza de una ERC independentista (no montonera ni montaraz) reconducida a las posiciones que parecen transmitir, fuera de campaña electoral, personas de orden como Pere Aragonès, Roger Torrent y el mismo Gabriel Rufián, con el experto despistado de Joan Tardà al fondo. El descarte público de este acuerdo emite en ondas tan altas que revela precisamente su presencia real, en un bucle que la política suele generar: esa opción hoy enfáticamente descartada, en cualquiera de sus modalidades, puede acabar fraguándose tras el oportuno intercambio de intereses, complicidades, grupos de WhatsApp o aprensiones.

ERC tiene en su mano (y nadie más que ella, diría yo) ese giro que ratifique su hegemonía política y democrática en la Cataluña independentista, tanto si el resultado la pone en primera posición como si no. Las diferencias serán tan previsiblemente escasas entre los tres primeros que no va a haber ganador alguno en estas elecciones: para gobernar tendrá que negociar, pactar y acordar, digan lo que digan los líderes en la noche electoral.

El cristianismo empuja la catarata de enmiendas a la venenosa legislación de Donald Trump que hoy acomete Joe Biden, y parecidas razones podrían estimular al partido de Oriol Junqueras a cumplir con un objetivo similar. La sociedad catalana más pobre y devastada saldrá beneficiada de sacudirse de encima la parálisis melancólica del independentismo y afrontar con misericordia y solidaridad política una crisis brutal tanto sanitaria como de emergencia social. No sé si podrá ser ese día el día 14-F, pero debería, por decencia democrática y auxilio urgente a una sociedad muy magullada, y sin apenas alivio, entre los más jóvenes, desde las andanadas salvajes de la crisis de 2008, redobladas hoy con la pandemia.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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