Un zar del siglo XXI

La guerra de Ucrania se alarga, con sus imágenes de muerte y destrucción, servidas en cada telediario para amargarnos la digestión y revolvernos la conciencia. Tal vez para apaciguarla, se multiplican los análisis de la personalidad de Vladímir Putin, que va camino de convertirse en uno de los personajes más odiosos de la historia, compitiendo con Iván el Terrible, el primer Zar de todas las Rusias, que en un ataque de rabia mató a su hijo por haberle reprochado maltratar a su esposa. Haber cegado al arquitecto de la catedral de San Basilio, con sus torres de cebolla multicolores, para que no pudiese diseñar otras joya como aquella se considera hoy leyenda, ya que participó en el diseño del cercano Kremlin.

Pero volvamos a Putin. Coinciden prácticamente todos los analistas en que estamos ante un personaje hermético, frío, desconfiado, pobre de contactos, que almacenó complejos durante su niñez en un barrio obrero de Leningrado, en una de cuyas fábricas trabajaba su padre, y durante su juventud e incluso madurez, tras ingresar en el KGB, los servicios secretos soviéticos, donde se sospecha hasta de la propia esposa, por no hablar de los colegas. Una desconfianza que convertía en resentimiento al no haber gozado del momento cumbre de la Unión Soviética: el triunfo sobre la Alemania nazi y la extensión de sus dominios sobre la Europa Oriental, compartiendo señorío con Estados Unidos en la tierra y el espacio, sino en el comienzo de su decadencia, con el desplome del Muro berlinés -que le pilló en Dresde-, la independencia de los satélites europeos y la primera derrota, en Afganistán, sin que sirviera de consuelo que los norteamericanos tuvieran también que salir de allí más tarde. Algo que él intenta reparar, no importa lo que cueste a su país y al resto.

Una cosa hay que reconocerle: aunque es hombre de pocas palabras, no oculta sus ambiciones. Ya en 2007 expresó claramente a los líderes occidentales reunidos en Múnich su objetivo: recuperar el terreno perdido tras la caída del Muro, invadiendo Chechenia, Georgia o Siria, para mantener gobiernos adictos. La misma fuente (Monika Zgustova, ‘El País’, 27-04-2022) señala que apuntó, a modo de sueño, un imperio desde Lisboa a Vladivostok. En Asia su expansión se detuvo ante una China que mira Siberia como el ‘lebensraum’, espacio vital, para su multimillonaria población. Había que reconducir la expansión hacia Europa, y Crimea fue el primer objetivo, alcanzado sin apenas resistencia, ya que había sido rusa hasta que Kruchev se la cedió a Ucrania, formando ésta parte de la Unión Soviética.

Pero la cosa no iba a detenerse ahí. El pasado diciembre Putin exigió a Estados Unidos que las antiguas repúblicas satélites del Este de Europa no ingresasen en la OTAN ni recibieran armas de ella. Es más, exigía a las tropas norteamericanas retroceder a las posiciones de 1997 junto a sus misiles nucleares. Eran los prolegómenos de la recuperación por parte de Rusia de sus exsatélites en Europa oriental. Washington rechazó tales demandas, aunque se mostró dispuesto a iniciar negociaciones sobre el asunto, alcanzándose un acuerdo de mínimos: ambas superpotencias aceptaban restringir las armas nucleares de corto y medio alcance, así como limitar sus maniobras militares. Putin no se contentó con ello, ya que algunos de aquellos estados, como Polonia y los países bálticos, ya estaban no solo en la OTAN, sino también en la Unión Europea y no había forma de sacarlos.

El siguiente paso fueron las maniobras del Ejército ruso en las inmediaciones de su frontera con Ucrania, la región del Donbass, dos provincias donde se habla ruso y que se declararon independientes. El 24 de febrero llegó la invasión bajo el nombre de ‘maniobras militares especiales’. La excusa, ‘liberar Ucrania del nazismo’, de ahí que los tanques rusos enfilaran directamente hacia la capital, Kiev, para instalar en ella un gobierno títere, dejando detrás unas guarniciones para completar la ocupación del Donbass, mientras algunas columnas se dirigían hacia el sur para empalmar con las tropas que habían tomado Crimea, que deberían privar a Ucrania de todo acceso marítimo, en especial su mayor puerto: Odesa.

Tal vez fuese un buen plan sobre los mapas, pero en la realidad nada salió bien. Dos meses después, en Kiev sigue un Gobierno ucraniano y las fuerzas que debían tomarlo han sufrido severas pérdidas, aparte de tener que regresar al Donbass, pues la resistencia ha sido mucho mayor de la esperada, pese a ser rusos buena parte de sus habitantes, teniéndose que destruir literalmente sus pueblos y ciudades para tomarlas, lo que significa una victoria pírrica que pesa como el plomo no ya sobre el Ejército ruso, sino también sobre su Gobierno, sometido a sanciones económicas cada vez más duras. Hasta ahora ha podido financiar la guerra gracias a las ventas de gas y petróleo al resto de Europa, especialmente Alemania. Pero el Gobierno de ésta, socialdemócrata, ha decidido buscar proveedores en otras partes, presionado por su opinión pública. Va a llevar su tiempo, pero se hará, mientras la guerra continúa, con avances rusos cada vez más lentos, bajas cada vez mayores y ayuda militar a Ucrania cada más sofisticada del oeste, España incluida, pero principalmente de Estados Unidos, que instruye a los combatientes ucranianos en sus bases en Alemania. Y, encima, Putin ha logrado unificar a Occidente.

Que está haciendo daño se nota en las amenazas cada vez más frecuentes y altas de Putin. El conflicto puede desembocar en una guerra general. Esa guerra será de otra categoría. Rusia posee misiles intercontinentales, y así sucesivamente. Son palabras mayores cuya gravedad no se desestima. Pero que, junto al temor que intentan provocar, muestran que Putin se ha dado cuenta de que no sólo su plan unicial para Ucrania ha fracasado, sino también el segundo. Ahora tendrá que tomar todo el país. Y mantenerlo ocupado por un tiempo indefinido, que será lo más difícil. Con presiones exteriores cada vez mayores y recursos interiores cada vez menores. A lo que se añade un hombre al frente al que nada importan los padecimientos de su pueblo. Es el mayor riesgo: un Putin acorralado puede ser más peligroso que uno satisfecho, con poder para decir a sus súbditos que ha logrado sus objetivos, aunque sea mentira. Pero ha ido demasiado lejos y alguien tendrá que pagar por los terribles destrozos y padecimientos causados el pueblo ucraniano.

Y es hora de volver a su antecesor. Iván el Terrible (1530-1584) heredó el Principado de Moscovia, fundado por nobles escandinavos doscientos años antes, rodeado de tribus tártaras y una corte, los boyardos, más interesados en reducir el poder del príncipe que de consolidarlo. Lo pasó muy mal de niño, pero a base de astucia, paciencia y audacia, al morir, cuando se disponía a jugar una partida de ajedrez, Rusia ya era el país mayor de Europa, habiendo expandido su territorio hasta los Urales, el Cáucaso, el mar Negro y el Báltico, e iniciando la expansión hacia Siberia. Todo apunta que Putin se ha puesto como objetivo reconstruir aquel imperio. Pero todo sugiere que no va a lograrlo. Puede que la culpa la tengan los cambios traídos por el tiempo. O, sencillamente, que el comunismo no es el medio para construir imperios, sino campos de concentración.

José María Carrascal es periodista.

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