Una Alemania irreconocible

Muchos alemanes siguen frotándose los ojos y los oídos como si les hubiese asaltado de repente un catarro identitario y ya no supiesen quiénes son, de dónde vienen y a dónde van. Después de enterase por la prensa que su amada industria automovilística había mentido y engañado con alevosía al mismo pueblo que daba nombre a su más célebre corporación, ahora toca otro despertar, quizá mucho más trágico y fundamental, pues va más allá, al sur de la propia historia, removiendo los cimientos del Idealismo y la Ilustración, de aquella maravillosa época de la humanidad en la que absolutamente todo, desde Dios hasta la entraña más mortal del hombre, debía someterse al tribunal de la Razón, según la conocida máxima kantiana.

Y no me refiero al escándalo del Spiegel, un semanario que vive del prestigio de antaño y que decidió convertirse a sí mismo en noticia para justificar los falsos reportajes de su periodista estrella, Klaus Relotius. Al fin y al cabo, esas fáusticas crónicas no eran más que fábulas de dulce moralina, como afirmaba hace unas semanas el polémico escritor Maxim Biller en Die Welt. Pero quizá exista una estafa incluso mayor a la del periodismo y es la estafa del conocimiento mismo, del progreso y la ciencia. Y es que, a diferencia de las otras estafas, no se trata en este caso de una trampa o argucia mejor o peor articulada, de una estrategia que podría anidar negativamente en el núcleo de ese progreso, sino de un radical retroceso que pone al descubierto el bochornoso estado en el que se encuentra la relación entre la política y el saber en Alemania.

Por eso el protagonista de este aquelarre no ha sido ningún científico o pensador, ninguna novelista o ingeniera, sino la ministra Federal de Educación e Investigación, la democratacristiana Anja Karliczek que, en su discurso del pasado 15 de febrero en el Parlamento alemán sobre la inteligencia artificial, afirmaba: «No somos Estados Unidos. Nosotros vamos por otro camino, por nuestro propio camino. Nosotros nos dejamos guiar por nuestra imagen cristiana del hombre. Todo progreso tecnológico debe situarse detrás». Colocar la religión por delante del progreso, defender la religión como principio incuestionable, como guía reguladora, como medida a partir de la cual evaluar y censurar los avances tecnológicos, y todo aderezado con un antiamericanismo de libro – tal fue el mensaje de una titular de Educación y Formación licenciada en Administración de Empresas que el año pasado ya había reconocido no saber nada acerca de su cartera ni de sus funciones instantes después de jurar su cargo–.

Por aquel entonces, la opinión pública alemana se tomó con humor y enternecedora condescendencia la presunta ingenuidad de la nueva ministra: ¿a quién no le ha tocado alguna vez en la vida trabajar de algo de lo que no tiene ni puñetera idea? Y Karliczek les siguió el juego de una manera patética, llegando incluso a alegar que precisamente por no saber nada del gremio podría formular las preguntas adecuadas que no haría nunca un entendido en la materia.

Ahora sabemos que más que por su imagen cristiana del hombre, la ministra Karliczek se guía por un rancio sofismo griego que sonroja a cualquier ciudadano que espera algo más de la máxima representante de las universidades alemanas y de todas las instituciones públicas consagradas a la formación académica e intelectual. Y más en un país como Alemania, donde el Ministerio que dirige Karliczek es, además de uno de los más emblemáticos y prestigiosos, el cuarto con mayor presupuesto de la república. Técnicamente hablando, a un año después de su investidura, las aportaciones de la ministra se reducen a un escueto proyecto de ley sobre las becas universitarias y a declarar la orientación cristiana como la adecuada y correspondiente al Estado de derecho alemán.

Eso, si no tenemos en cuenta sus declaraciones sobre otro tipo de orientación, la sexual, que hicieron furor por tierras germanas hace unos meses después de que se aprobara la legalización del matrimonio homosexual. Todo un error y una medida apresurada pues, según Karliczek, dichas uniones conyugales son perjudiciales para los potenciales hijos que se adopten o tengan en ellas al carecer éstas del «campo de tensión emocional» que caracteriza a las parejas heterosexuales y garantiza su éxito pedagógico. Cuando le preguntaron de dónde se sacaba esa falacia, Karliczek recurrió de nuevo a su ya clásica argumentación sofista, señalando que ése era precisamente el problema, que hacían falta estudios sobre la materia.

Faltan estudios que logren fundamentar mis prejuicios; eso apuntó en el fondo la ministra, que también aprovechó la ocasión desde su alto cargo institucional para exigir más investigaciones al respecto que prueben científica y definitivamente que las parejas homosexuales no deberían poder casarse ni tener hijos. Es decir, la ciencia al servicio de los prejuicios o, lo que es lo mismo, al servicio de la religión, por muy cristiana y nuestra que sea.

Esto es lo que propone en pleno año 2019 la ministra alemana de Educación y Formación, alguien que supuestamente debería encarnar con orgullo, saber y respeto el espíritu crítico de Hegel, Alexander von Humboldt o Einstein, pero que parece que todavía ni siquiera ha interiorizado el principio de separación entre Iglesia y Estado. Sin embargo, lo más significativo y preocupante del caso es que, mientras que los deslices de Karliczek son explotados son sorna por los satíricos alemanes más sutiles que han encontrado en ella una mina casi virgen, el entorno de la canciller Angela Merkel los ha aceptado con pasmosa naturalidad, como si tener a una portentosa incompetente al mando de la institución que ha distinguido al país durante los últimos siglos fuese toda una hazaña.

Y ése es, de hecho, el único y pobre consuelo que les queda a mucho alemanes hoy en día; que Karliczek sea sólo una inútil sin apenas trascendencia ni recorrido, y no el peligroso y dramático reflejo o síntoma de una lenta regresión a tiempos más torvos y estúpidos.

Ramón Aguiló es profesor de Filología Alemana en Bremen (Alemania).

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