Una antigualla llamada libertad

Para algunos gurús y feligresías nacionales y mundiales del pensamiento 'progrecrático', el ejercicio y objetivo principal de su libertad se centra en impedir y cercenar la de los demás. Esa, la de los 'otros' ha de ser tutelada y no puede bajo concepto alguno transgredir los preceptos y mandamientos de los que ellos entienden por correcto y por bueno. Y como sacerdotes, laicos claro, de la verdad absoluta y revelada a los elegidos, amén de fiscales y jueces al tiempo y sin que haya por la otra parte alegato ni defensa que valga, han de hacerla prevalecer e imponer por encima de todo y de todos, pues es un bien superior por encima de todo y de todos.

Una antigualla llamada libertadEn el mundo en el que se inscribe España, salvando la época de los esclavos, la persona, el individuo nunca ha estado tan sometido al control, coerción, vigilancia y represión de sus acciones, expresiones y comportamientos, tanto públicos como íntimos y privados, como lo está siendo ahora en este primer cuarto del siglo XXI. Desde el primer momento en que despierta y se pone en marcha hasta que vuelve a caer en el sueño, todo lo que hace, pero absolutamente todo, está sometido a normativa obligada, escrutinio, juicio, impuesto y amenaza de sanción. Y menos mal que no han hallado todavía la forma y manera de controlar y sancionar ese sueño. Porque el pensar libremente, si se te ocurre verbalizarlo, te puede convertir de inmediato en reo de un delito y condenarte a las tinieblas exteriores.

Piénsenlo por un segundo y lo comprobarán. No hay acto alguno de sus vidas que no esté regulado por un precepto, una obligación y una prohibición. ¿Eso es el imperio de la ley? En los temas esenciales sí, pero en su expansión en forma de inmensa telaraña de controles e interdicciones, no. Eso ya es otra cosa. Es el aplastamiento del individuo, su estabulación, su conducción bovina y su total genuflexión ante lo que se supone y se dicta como bien general y superior. Somos quizás demasiados, tenemos atracción por el termitero, hemos de vivir pegados y por tanto regirnos por unas reglas. Pero resulta que además percibimos que solo son de cumplimiento para algunos. Para los que las acatamos. Porque cuando se violan contra quienes las cumplen, cuando nos 'okupan', nos roban, nos agreden, nos amenazan o nos insultan, no les pasa apenas nada, si es que les pasa algo.

Esto, al cabo con disgusto pero con resignación, lo aceptamos y se supone que tenemos instrumentos de defensa ante ello. Sin embargo, ante lo que se nos intenta imponer como catecismo del 'Pensamiento Único', no tenemos ninguna. Estamos no solo indefensos, sino atados y amordazados. Nos ha afectado ya tanto y hemos retrocedido de tal forma que se puede afirmar sin género de duda alguna que en libertades de expresión y opinión hemos retrocedido de manera estremecedora. España, los españoles, éramos mucho más libres y así nos sentíamos en las décadas de los ochenta y los noventa que nos sentimos hoy. Hoy la censura y la autocensura se han impuesto y son elementos cotidianos y de continua aplicación en nuestras vidas.

Dirán que no. Que eso es una gran falsedad. Y en su caso y por lo que a ellos respecta tienen razón. Ellos, los programadores, voceros y parroquias de ese pensamiento único no tienen cortapisa alguna en explayarse, exponer y proclamar lo que les venga en gana y hacer exhibición de los comportamientos y actitudes que les plazca. El problema está en que lo convierten en dogma de fe, lo imponen al resto, obligan a su obligado cumplimiento y dan un paso más: prohibir cualquier opinión, expresión y crítica en contra que cuestione sus mandatos y convertir a quien osa hacerlo en un ser subhumano, sin derecho por tanto a los derechos de la Humanidad, un apestado. Es más, puede ser insultado, escarnecido, amenazado incluso por los 'buenos' porque es un ser perverso a quien hay que reeducar, reconducir y si no se deja, extirpar. Y si rechista, delito de 'odio'.

Vivimos, y lo terrible es que lo hemos aceptado sumisamente, bajo una tiranía, que por supuesto niega, como todas, el serlo y se parapeta en que es por 'nuestro propio bien'. Pero es tiranía. Y por mucho arrumaco y ñoñería con que se nos intenta imponer, se muestra demasiadas veces feroz, represiva y sepulturera de nuestra libertad.

Estamos sometidos a toda una caterva de sacrosantos 'ismos': animalismo, climatismo o hembrismo, pero me niego a confundir con conceptos como conservación, ecología o feminismo, por señalar la 'santísima trinidad' de ismos, aunque hay docenas más, intocables ante los que no se admite oposición ni crítica. Esa especie de neoinquisición, con muchas menos garantías para el reo que la antigua, te cae encima, te envía a la hoguera o, como poco, te aplica el anatema. Pende como espada flamígera sobre todos los aspectos de la vida, afectando hasta los rincones más íntimos del individuo y estigmatizando a quien se atreve a contradecirla y resistir. Busca nuestra sumisión a través del miedo a la exclusión y el ostracismo, haciendo invisibles y recluyendo a los disidentes en el lazareto de los leprosos ideológicos e inadaptados.

Hay miedo y hay que denunciarlo. Miedo a decir lo que se piensa y a expresar lo que se siente. Y el miedo es el peor enemigo de la libertad. Recordemos que fuimos, y no hace apenas nada, mucho más libres. Pensábamos, actuábamos, nos relacionábamos, amigábamos y discutíamos con mucha mayor libertad, sin autocensura, sin vetos al otro, sin desprecio a su persona por sus ideas.

La libertad está en peligro. La libertad de algunos, claro. Algunos que son muchos, hasta apreciable y numerosa mayoría. Pero aunque fueran pocos y se vieran privados de ella, es que ha desaparecido. Porque o a todos acoge y ampara, o no hay libertad que valga. Será una antigualla, un desperdicio.

Antonio Pérez Henares es escritor y periodista.

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