Una aproximación a la realidad penitenciaria

“¿La prisión enferma?”. La entrevistadora me hizo esta pregunta con una mirada indolente y un amago de bostezo en su rostro. No le interesaba mi respuesta. Ella ya tenía la suya, contaminada, como la de tantos otros, por una constelación de estereotipos y prejuicios erróneos que acompaña a la realidad de los centros penitenciarios y se reproducen de forma recurrente en los medios de comunicación, espacios de opinión, películas, series de ficción, literatura novelada… han calado en la opinión pública, hasta tal punto que ya pertenecen a nuestro acervo cultural. Hacinamiento, agresividad, enfermedades infectocontagiosas, malos tratos, droga…, son sólo algunos de ellos.

A partir de aquí surgen múltiples propuestas para solucionar “el problema”, basadas en planteamientos divergentes a menudo pasados por el tamiz de la ideología. Entre los que defienden la abolición de las penas privativas de libertad y los que exigen la instauración de la cadena perpetua como forma de cumplimiento, el abanico es amplio.

No pretendo deslegitimar opiniones, por mucho que no las comparta, ni entrar en debates estériles que consuman tiempo y esfuerzo de forma baldía. El amago de bostezo sufrido por mi entrevistadora estaría en este caso más que justificado, con resultado final previsible.

Pretendo plasmar una realidad, la que conocemos aquellos que trabajamos en primera línea de los centros penitenciarios y comprobamos día a día el perfil actual de las personas que ingresan para cumplir una condena.

Son personas jóvenes, con un déficit en su proceso de desarrollo personal y de socialización, interrumpido en algún momento de su vida, siempre por los mismos factores: desatención en la infancia, abandono escolar, abusos y malos tratos, marginación, soledad... Tienen un amplio historial toxicofílico, iniciado en etapas tempranas de la vida, que incluye el consumo de drogas de diseño. Sin consecuencias aparentes en el aspecto físico externo, los perjuicios de su consumo han interferido en el normal desarrollo del cerebro, de forma no visible pero sí perceptible con graves deterioros a nivel cognitivo e intelectual. La patología mental en forma de desajustes emocionales, trastornos de la personalidad, alteraciones en la conducta, carencia de habilidades sociales... es el resultado final de un proceso que culmina recién alcanzada la edad adulta. La padecen el 30%-40% de nuestra población penitenciaria. Personas encarceladas y potenciales pacientes de unos servicios sanitarios que las comunidades autónomas se resisten a integrar en los servicios públicos que ofrecen al conjunto de la ciudadanía (excepción de Cataluña y País Vasco). Recupero la pregunta de mi entrevistadora y la respondo: no, las prisiones no enferman. Pero albergan a personas enfermas. Ingresaron estando enfermas. Nacieron y crecieron en la exclusión social. Han vivido en ambientes marginales tóxicos, caldo de cultivo de un sufrimiento cronificado en el tiempo, generador de desesperanza, odio... y enfermedad.

Sé de lo que hablo. Estoy escribiendo desde un centro penitenciario. Todas estas situaciones tienen para mí nombres y apellidos, y el rostro de quienes las padecen. El del joven que, mirándome a los ojos, me dijo: “Hasta mi entrada en la cárcel no recuerdo un día de mi vida en el que no estuviera drogado”. El de su compañero que permanece recostado en su cama de la enfermería, aquejado de una enfermedad terminal y que rechaza su excarcelación a un recurso sanitario de paliativos. Morirá en prisión y, durante unos días, perderá el anonimato al que está siendo sometido actualmente. El del otro joven, recién abandonada la adolescencia, autor de un crimen brutal. La juez me trasladó la siguiente reflexión: “Han pasado cuatro días desde que la policía trajo este chico a mi juzgado. Le veo nuevamente, ya en prisión, y me parece que ha recuperado el aspecto de una persona”. El de la politoxicómana, recalcitrante en su adicción, tratada con devoción durante su permanencia en el centro penitenciario, que recuperó su libertad y falleció, víctima de una sobredosis, a los pocos días de ser excarcelada. Una muerte que no alcanzó eco mediático porque se produjo fuera de la cárcel, en alguno de los espacios tóxicos de nuestras ciudades. Esos de los que nunca hablamos, porque preferimos ignorar.

Podría seguir, tengo espacio inagotable en la memoria, pero no en este texto, para tantos nombres, tantos apellidos… y tantos rostros. Suficientes para poder clamar, a quien quiera oírme, que los centros penitenciarios han devenido en recursos sociosanitarios, en algunos casos recursos psiquiátricos subsidiarios. La discusión sobre la función o la utilidad de la institución penitenciaria obviando esta realidad nos traslada a la recreación de la escena de si son galgos o podencos. Démonos cuenta de que una de estas escenas corresponde a una fábula y la otra a una tragedia.

Concluyo. Es cierto que el problema existe. Pero ¿conocemos la génesis? ¿Tiene un buen diagnóstico? ¿El tratamiento es el adecuado? Respondamos a estas preguntas con objetividad, libres de prejuicios y opiniones estereotipadas. Es posible que las respuestas obtenidas, lejos de un bostezo, nos produzcan sonrojo.

Benito Aguirre González es director del Centro Penitenciario de Araba/Álava.

1 comentario


  1. Me parece un artículo estupendo, de una persona que conoce y expresa la realidad penitenciaria sin tapujos

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