Una apuesta de futuro

Todo parece indicar que estamos al final de la larga negociación por el nuevo sistema de financiación y del veredicto del Tribunal Constitucional sobre el Estatut. A la espera de los resultados definitivos, no está de más recordar que el pacto de financiación autonómica acordado en el 2001 no ha sido positivo para los intereses de los ciudadanos de Catalunya, que, año tras año, han visto cómo los recursos por habitante quedaban por debajo de los de la media española e, incluso, muy por debajo de los de comunidades que recibían los fondos de compensación territorial de los que Catalunya aportaba una parte sustancial. Estos desequilibrios en el modelo de financiación se intentaron paliar en el 2006 con la aprobación de un nuevo Estatut que contemplaba el principio de ordinalidad, es decir, que, después de la aportación solidaria, Catalunya no quedara relegada a una posición inferior a la que determinaba su aportación al PIB español. Y tampoco está de más recordar que aquellos partidos que ya han avanzado que considerarán insuficiente el nuevo modelo de financiación son, precisamente, los que pactaron el modelo vigente desde el 2002 y que el PP, además, ha interpuesto el recurso de inconstitucionalidad del nuevo Estatut.

Después de las reiteradas promesas del presidente del Gobierno español, la larga negociación del nuevo sistema de financiación le ha restado credibilidad en Catalunya y muy bueno ha de ser el nuevo modelo para que José Luis Rodríguez Zapatero recupere la confianza de una parte del electorado catalán. La «desafección emocional de Catalunya hacia España y las instituciones comunes» de la que advirtió en Madrid el presidente José Montilla en noviembre del 2007 no ha hecho más que crecer en los dos últimos años, alimentada por la insensibilidad del Gobierno español a las justas peticiones de mejora del sistema de financiación, de inversiones en infraestructuras, etcétera.

Pero, más allá de la desafección y del enrarecimiento de las relaciones con Madrid, lo más grave es la fractura que se ha producido entre los partidos catalanes, que se han mostrado incapaces de mantener una postura unitaria en las negociaciones con el Gobierno central. Es obvio que las responsabilidades en esta fractura no se reparten por igual entre todas las fuerzas políticas y todavía hoy hay quien pide lo imposible.
Y no será fácil recomponer esta unidad en términos de país, porque la política de vuelo gallináceo se ha instalado en el sistema político, donde los partidos están más pendientes de las próximas elecciones que de conseguir un modelo de financiación beneficioso para Catalunya. A menudo se ha dado la impresión de que la negociación del sistema de financiación se utilizaba como palanca para desestabilizar al Govern de la Generalitat y no para alcanzar las justas demandas de los ciudadanos de Catalunya.

Y, de paso, la polémica ha enturbiado los acuerdos unitarios en temas capitales conseguidos en la actual legislatura, como, para citar los más recientes, la ley de educación de Catalunuya de este mismo mes de julio y la denominada ley de fosas del pasado mes de junio.

Ahora el acuerdo parece al alcance de la mano. No será, indudablemente, el mejor de los acuerdos posibles, pero si, más allá de las cifras coyunturales que podrían situarse entre los 2.500 y los 3.000 millones de euros en el tercer año de aplicación, el modelo respeta los principios fijados en el Estatut, no sería sensato rechazarlo. Por el contrario, si el nuevo modelo conculca el Estatut y no respeta el principio de ordinalidad, estaremos donde estábamos y, en este caso, es preferible un no acuerdo a un mal acuerdo.

En todo caso, de estas difíciles –y a veces frustrantes– negociaciones y de lo que pueda decidir el Tribunal Constitucional habrá que sacar las pertinentes conclusiones.
La primera es que en las negociaciones con el Estado hay que anteponer los intereses de país a los intereses electorales y de partido y que esto exige una unidad de acción que raramente se ha dado. La segunda es que conviene clarificar y plantear sin tapujos el modelo de articulación con España que cada uno defiende. En este terreno, sobran las ambigüedades calculadas.

Las tendencias que marcan desde el 2005 los barómetros de opinión del Centro de Estudios de Opinión son concluyentes. Así, el último de los barómetros (mayo del 2009) dejaba claro que el 42,2% de los encuestados se sentían tan españoles como catalanes; el 26,2%, más catalanes que españoles, y el 19,8% solo catalanes; que el 68,1% consideraba insuficiente el nivel de autonomía; y que el 35% creía que la relación entre Catalunya y España debería de ser la de un Estado dentro de una España federal, el 34,9% consideraba Catalunya una comunidad autónoma de España y el 20,9% apostaba por que Catalunya fuera un Estado independiente.

En esta línea, estaría bien que el PSC dejara bien claro al PSOE que su apuesta contra la desafección es el modelo federal tal como implícitamente se plantea en el Estatut. De la misma manera, el resto de fuerzas políticas deberían aclarar cuáles son los mecanismos para llegar democráticamente a la independencia (opción todavía minoritaria, pero que está en ascenso) o al soberanismo, mucho más difícil de definir y de ver en las encuestas de opinión.

Antoni Segura, catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat de Barcelona.