Una apuesta por la Constitución

Han pasado treinta y seis años, pero los españoles seguimos orgullosos de aquella Transición política que derivó en la mejor Constitución de nuestra agitada historia. Como es natural, la ley de leyes aprobada en 1978 vive una madurez respetable y ha perdido acaso la inocencia propia de una adolescencia democrática. Las «ideas» de entonces funcionan ahora como «creencias», en el sentido de Ortega. Convencen, pero tal vez no seducen. Por eso, la tradición moderada, desde el centro-derecha o el centro-izquierda, debe hacer un esfuerzo de sensatez, seña de identidad de una sociedad de clases medias mucho más estable de lo que algunos imaginan, y tal vez desean. Cuando hablamos de desafección hacia la política suele eludirse un elemento capital: la gran mayoría social percibe el consenso como reflejo del interés general por encima del oportunismo partidista. Es lícito, cómo no, plantear en serio la reforma de la Constitución, siempre y cuando se respeten las reglas del juego (esto es, el título X con sus mecanismos de revisión, ordinaria o agravada). Sin embargo, la opinión pública exige textos concretos con justificaciones razonables, no simples juegos de palabras a modo de ocurrencias para salir del paso. El lector juzgará si las propuestas actuales son rigurosas y viables o meras logomaquias. Por citar un caso evidente: los especialistas coinciden en que «federalismo» es un término ambiguo y polisémico que solo cobra sentido cuando se traduce en letra pequeña.

Peor todavía son las apelaciones al populismo, forma contemporánea de la demagogia clásica. Si el gobierno del pueblo, único legítimo, no encaja en fórmulas constitucionales (imperio de la ley, división de poderes, derechos y garantías) supone un peligro para la libertad. La representación política liberada de excesos partidistas es lo mejor que se ha inventado para vivir políticamente, lejos de la tiranía o el despotismo. El gobierno de asamblea, el comité de salud pública al modo de Robespierre o los soviets bajo control del partido único han sido condenados por un veredicto inapelable de la historia. La razón instrumental propia de la Ilustración es el camino para alcanzar una convivencia razonable: debate civilizado; pluralismo sensato; política del sentido común. El moderantismo, insisto, es una manera de entender la vida. Por eso lo defiendo con mis mejores argumentos en el reciente discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas: «La Ciudad de las Ideas. Grandeza y servidumbre de la moderación política». Aquí y ahora, conviene desterrar esa tradición arraigada entre nosotros según la cual «moderado» equivale a pusilánime, incluso cobarde. Es más bien, insisto, una forma de ser y de estar. No es una derecha acomplejada ni una izquierda disfrazada.

Hemos dado un salto demasiado rápido desde las tinieblas premodernas a la simpleza posmoderna. Como nos ocurre con frecuencia, dejamos pasar los tiempos de bonanza sin afrontar reformas útiles que ahora echamos de menos. En busca del bálsamo de Fierabrás, la reforma constitucional aparece ahora como solución mágica de todos los males. Es posible reformar la Constitución. Sin embargo, la aprobamos por consenso y solo por consenso cabe su revisión. De todos, por supuesto, y no solo de una parte: como dice la fórmula clásica, «quod omnes tangit, ab omnibus approbetur»: «Lo que concierne a todos, por todos debe ser aprobado». A día de hoy, no existe tal cosa. Sobre el modelo territorial aparecen «soluciones» imposibles, indeseables o simplemente inútiles. Sin embargo, también hay ideas dignas de consideración. Buenos juristas y otros científicos sociales han escrito páginas importantes. Por fortuna, parte de las clases ilustradas cumple con brillantez su deber cívico. Otros, en cambio, jalean a los radicales y se dejan su prestigio en el empeño. El intelectual debe ser sobrio y prudente. Mucho más en esta época de incertidumbre, porque la lechuza de Minerva ha perdido la brújula y no sabe qué rumbo seguir en la encrucijada. Es hora de forjar consensos en la sociedad civil y en el mundo académico para evitar riesgos inútiles: abrir un proceso constituyente con intervención del Congreso camino de ningún sitio es una inconsecuencia que España no se puede permitir. Si nos equivocamos, no servirá de nada rasgarse las vestiduras. Fabio Cunctator, el general victorioso, lo tenía muy claro: «Yo no pensaba que…» es una expresión que nunca llegó a pronunciar.

España es una gran nación histórica, que ofreció su mejor versión en el proceso constituyente de 1978. Hoy es día para celebrar el éxito y no para constatar un sedicente fracaso. Algunos hacen examen de conciencia tardío y descubren ahora, lejos del poder y sus vanidades, que el «café para todos» o las transferencias en educación o el solapamiento de competencias fueron errores muy graves. La historia contrafactual carece de sentido. Aquí estamos, y desde este punto tenemos que continuar. Que nadie se llame a engaño: al margen de la crispación en la superficie, la nación sigue su curso. La gran mayoría de los españoles queremos mantener nuestras señas de identidad constitucional: Estado social y democrático de Derecho. Monarquía parlamentaria, «renovada» por un proceso impecable de sucesión. Unidad, autonomía y solidaridad frente al desbarajuste territorial. Todo es mejorable, sin duda, y sobre ello debemos trabajar con el máximo rigor. Más allá de aventuras indeseables, no hay otra opción en una sociedad desarrollada del siglo XXI, capaz de salir dignamente de una crisis de alcance universal.

La clave del futuro reside en evitar una fractura partidista, que solo se supera (y ya no tanto como antes) en unos cuantos temas esenciales. Sencillo en teoría, pero difícil en la práctica: en democracia, los pactos y coaliciones son legítimos siempre y cuando no afecten a la arquitectura institucional. Si se alcanza un acuerdo razonable entre los grandes partidos, ni siquiera hace falta modificar la letra de la norma fundamental. Basta un pacto de lealtad que excluya la alteración de las reglas del juego como objeto de la negociación. Pero también en este punto el patriotismo de la España constitucional se ve obligado a luchar contra el desánimo que provocan los esfuerzos sin recompensa. Ya somos demasiado mayores para ser ingenuos.

Me apunto sin reservas a la opción de renovar la apuesta por la Constitución vigente, lejos de la «tristeza cívica» al modo de Dostoievski o del pesimismo del 98 envuelto en literatura brillante. Conste que solo discuto con los que obran de buena fe y no con los enemigos irreductibles de la España constitucional. Reforma, si procede y cuando proceda. No hay que tener miedo, pero tampoco hay que tener prisa. Hoy es un día para ser conscientes del éxito colectivo: ¡ gracias, Constitución!

Benigno Pendás, director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

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