Una Argelia en pie y orgullosa

Nunca el pueblo argelino se había sentido tan humillado como tras la decisión del presidente Abdelaziz Buteflika de presentar su candidatura a un quinto mandato. Una situación que se ha vuelto aún más surrealista tras las palabras del portavoz del presidente en las que subrayaba que éste “se compromete solemnemente, ante Dios y ante el pueblo argelino, a convocar elecciones presidenciales anticipadas y libres de aquí a un año, a las que no se presentará como candidato“. Hospitalizado en Suiza desde el 24 de febrero, no habiendo pronunciado ningún discurso oficial desde que sufriera un derrame cerebral en 2013, el apodado ‘presidente fantasma’ ha dejado el Gobierno de Argelia en manos de lo que no cabe sino denominar mafia: sus dos hermanos, Saïd y Abderrahim, y el jefe del Estado Mayor, Ahmed Gaïd Salah y otros comparsas, hombres de negocios y políticos.

Gobernar es mucho decir para lo que se asemeja más bien a un pillaje sistemático de las riquezas de este país –gas y petróleo–, un rechazo constante de las reformas, la negación de las libertades fundamentales. Este régimen cuenta con la complicidad tácita de Francia –que ocupó Argelia de 1830 a 1962–, de la Unión Europea y de Estados Unidos. Desde hace más de una generación, la estabilidad en el Magreb y en Oriente Medio constituye una prioridad absoluta de los dirigentes occidentales, salvo excepciones como Irak y Libia, que van al desastre.

Joumhouria, machi mamlaka(“este país es una república, no un reino”) cantan las masas que, desde el 22 de febrero, han tomado las calles de las grandes ciudades argelinas, en manifestaciones pacíficas cuya amplitud no tiene parangón desde 1991. Makanech el khamssaya Bouteflika(“Buteflika, no habrá quinto mandato”) repiten más de tres millones –según estimaciones policiales– de mujeres y hombres de este pueblo joven (las dos terceras partes de la población tiene menos de 40 años) y orgulloso que quiere pasar de la condición de subordinado a la de ciudadano.

Los eslóganes, que denotan inteligencia política, sofisticación y gracia, han sorprendido a los europeos, en particular a los franceses, y sugieren una madurez política por encima de la de los ‘chalecos amarillos’. El ambiente es tranquilo y entre la multitud caminan mujeres que fueron heroínas de la lucha contra el colonizador entre 1954 y 1962, el hombre que dirigió la legendaria batalla de Argel, Yacef Saadi, el empresario más rico del país, Issad Rebrad, así como numerosos altos directivos y mujeres con velo y sin él.

La Francia oficial se ha visto sorprendida, de la misma manera que le ocurrió con los disturbios de octubre de 1988, que asestaron un golpe terrible a la reputación del Frente de Liberación Nacional que había liderado la lucha contra el colonialismo; o como se vio sorprendida por el golpe de Estado de Ben Ali en Túnez en 1987 y, años después, en 2011, por la rapidez de la caída del dictador tunecino.

Con 800.000 personas con doble nacionalidad y probablemente unos 12 millones de franceses que mantienen vínculos con Argelia (franceses de origen musulmán o pieds noirs), Francia tiene motivos para preocuparse por una posible desestabilización del mayor país de África. De ahí a avalar (de manera discreta pero oficial) un quinto mandato de Buteflika ¿no significa tomar duplicidad culpable por estrategia a largo plazo?

Abdelaziz Buteflika es presentado a menudo como el hombre que reconcilió a los argelinos tras la sangrienta guerra civil de los años 90, lo cual es falso. Dicho honor le corresponde a su predecesor en la Presidencia, el general Liamine Zéroual, el honesto oficial a quien también se le debe haber incluido en la Constitución el reconocimiento de que Argelia era bereber y no sólo árabe. La influencia de Buteflika, como ministro de Asuntos Exteriores del presidente Boumédiène, de 1965 a 1977, fue mucho menos importante de lo que se piensa: la gran política tercermundista, el apoyo a la Organización para la Liberación de Palestina, el papel activo en la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), la política de industrialización no fueron pensados ni liderados por quien, en aquel momento, era un apuesto ministro. Ese honor le corresponde a Boumédiène y a una diplomacia que contaba entre sus figuras con Lakhdar Brahimi y Mohamed Sahnoun.

Hoy el descontento se ve alimentado por el paro –que afecta a más de la cuarta parte de la juventud–, por el aumento de la pobreza y por el colapso de los servicios públicos. Las finanzas del Estado están debilitadas debido al estancamiento de la producción petrolera y gasística, la caída de los precios y, por tanto, de los ingresos de exportación, mientras el consumo doméstico no deja de aumentar. La corrupción gangrena un sistema político agotado, pero los empresarios privados vinculados al régimen hacen gala de una riqueza y una soberbia impensables en los años 70 y 80.

Con independencia de cómo culminen los acontecimientos, Argelia está escribiendo una nueva página de su historia, pero algunas observaciones permitirán comprender mejor la situación en un país donde la modernización, el acceso a un Estado de Derecho y la juventud adquieren una importancia primordial no sólo para Francia, España e Italia, sino también para el conjunto de Europa; por no hablar de sus vecinos más cercanos del Magreb y del Sahel.

Lo que está ocurriendo en Argel no es un episodio más de la primavera árabe. Se trata de la voluntad de retomar la revolución de 1954-1962, confiscada por el Ejército del exterior en el verano del último año. Los eslóganes y las pancartas que se exhiben hoy en las manifestaciones ponen de manifiesto un buen conocimiento del tiempo largo de la historia argelina.

Tantas movilizaciones multitudinarias, la extrema contención de la que ha hecho gala la Policía, sólo pueden explicarse por una complicidad, cuando no un aval, de muchos oficiales del Ejército y de las Fuerzas de Seguridad a estas demandas de cambio. Si bien algunos dirigentes del Ejército Nacional Popular están corrompidos, no lo está un amplio cuerpo de oficiales profesionales y bien formados. Muchos oficiales están indignados al ver convertirse en el hazmerreír de la opinión internacional a un país cuyos diplomáticos consiguieron en 1981 negociar la liberación de los rehenes estadounidenses en la embajada de Teherán. Por último, la división entre islamistas y anti-islamistas que dio lugar a la anulación de las elecciones legislativas de 1991 ya no constituye la línea de fractura que era entonces.

Interpretar correctamente lo que está ocurriendo en Argelia es esencial. Demasiados intelectuales franceses utilizan este país como una caja negra en la que pueden buscar explicaciones a determinados episodios de la historia de Francia. Es imprescindible considerar Argelia como un país real donde hay personas que viven, respiran, sueñan, tienen esperanzas y mueren, y no sólo como un problema o un concepto vinculado a la historia de Francia.

Otros, como el historiador Benjamin Stora, el diputado Julien Dray o el director del IRIS (Institut de Relations Internationales et Stratégiques), Pascal Boniface, tienen un conocimiento más profundo. Una Argelia gobernada por jóvenes dirigentes, con una economía modernizada y una legalidad respetada sería una fuente de esperanza para 40 millones de argelinos y argelinas y para sus vecinos tunecinos y marroquíes. Una Argelia mejor gobernada recuperaría su influencia en el Mediterráneo y podría contribuir a estabilizar la zona del Sahel.

Por lo que respecta a Europa, lo mejor es que guarde silencio, al menos públicamente. La UE ha traicionado demasiadas veces sus ideales proclamados de justicia y de democracia, y sus grandes empresas han sido demasiado cómplices de corrupción y de malversación como para dar lecciones de democracia a un pueblo cuya madurez política, hoy en día, no puede ser puesta en tela de juicio.

Francis Ghilès, investigador sénior asociado, CIDOB.

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