Una asignatura pendiente en Libia

Una asignatura pendiente en Libia

Un Estado fallido. En eso se ha convertido Libia a lo largo de la última década, pasando de protagonizar una de las llamadas “Primaveras Árabes” a sumirse en el invierno más severo. La caída del régimen autoritario de Muamar el Gadafi en 2011 no terminó de traer las mejoras en las condiciones sociales que algunos esperaban, sino que puso a los libios a merced del desgobierno y la miseria. Sin que el mundo haya reparado demasiado en ello, la guerra civil que lleva años hostigando a Libia corre el peligro de hacerse crónica.

La comunidad internacional no puede rehuir sus responsabilidades ante esta trágica deriva. Que Libia sea hoy un Estado fallido se debe, en gran medida, a que ciertos actores externos han adoptado una retahíla de políticas fallidas en relación con dicho país. Los efectos de estas políticas han sido tan tóxicos que se han hecho notar incluso en otros focos de conflicto a nivel global.

Para comprender la magnitud del desaguisado, hay que remontarse a principios de 2011. Fue entonces, en plena escalada de violencia entre Gadafi y los rebeldes, cuando el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas adoptó su histórica Resolución 1973: la primera en autorizar una intervención humanitaria “con todos los medios necesarios” en contra de la voluntad expresa del Estado intervenido. La resolución pudo aprobarse gracias a que los dos miembros permanentes que albergaban mayores reticencias —China y Rusia— decidieron abstenerse.

Hasta dicho momento, la reacción internacional fue consensuada y oportuna. El problema vino después: la intervención armada, liderada por la OTAN, forzó las costuras de la resolución mucho más allá de lo razonable. En lugar de centrarse en proteger a la población civil, los principales promotores de la campaña se obcecaron en descabalgar del poder a Gadafi por la fuerza. Además, como ha ocurrido en tantos otros escenarios, los planes viables de reconstrucción brillaron por su ausencia, con lo que Libia no tardó en caer presa del sectarismo una vez el enemigo común de los rebeldes fue eliminado. Según afirmó el propio Barack Obama, esa falta de previsión representó “el peor error” de su presidencia.

Sin embargo, cabe subrayar que el error no estuvo tan solo en pasar por alto los escollos que aguardaban el día después, sino también en los objetivos y métodos de la operación militar en sí. Las consecuencias de todo ello trascienden las fronteras libias. Y es que, dado el uso torticero que se hizo de la Resolución 1973, tanto China como Rusia han tenido vía libre para justificar sus vetos a múltiples resoluciones humanitarias referidas al caso sirio. Los consensos en el Consejo de Seguridad se hicieron añicos, ante la congoja de tantos civiles amenazados y desprotegidos.

Las torpezas estratégicas no terminan aquí. Recordemos que, a principios de siglo, Gadafi renunció a su embrionario programa de armamento nuclear, con el propósito de mejorar sus relaciones con Occidente. En ese momento, el líder libio difícilmente podía imaginarse el fatal destino que le esperaría pocos años más tarde. Cuando John Bolton —el antiguo consejero de seguridad nacional de Donald Trump— sugirió en 2018 que el “modelo libio” de desnuclearización podía aplicarse a Corea del Norte, la reacción airada de Pyongyang no cogió a nadie por sorpresa. De la muerte de Gadafi, los norcoreanos aprendieron una lección que no olvidarán con facilidad, y que comprometerá los esfuerzos encaminados a frenar la proliferación nuclear.

Aunque sea a trompicones, Estados Unidos parece estar aprendiendo sus propias lecciones de lo acontecido en Libia, que ilustra los enormes riesgos que entrañan los excesos intervencionistas. Tanto Obama, primero, como Trump, después, se han mostrado partidarios de limitar los compromisos de seguridad de Estados Unidos en Oriente Próximo y el Norte de África, pese a que a menudo las palabras no coincidan con los hechos. La Unión Europea, por el contrario, nunca podrá permitirse el lujo de borrar a esta región de su lista de prioridades estratégicas. Primero, por una cuestión de responsabilidad histórica. Y segundo, porque todo lo que ocurre en nuestro vecindario nos afecta directamente, como demostró la crisis de los refugiados que vivimos en 2015. Mirar hacia otro lado, a fin de cuentas, no es una posibilidad.

Desde nuestra orilla del Mediterráneo, los europeos podemos atisbar una Libia en ebullición y descomposición. El Gobierno de Trípoli, reconocido por las Naciones Unidas, se encuentra bajo el asedio de las fuerzas del general Jalifa Hafter, apoyado por el Parlamento sito en la ciudad de Tobruk. Para mayor complejidad, Hafter es percibido como el principal azote del islamismo radical en el país, incluyendo las milicias afiliadas a Al Qaeda y al Estado Islámico. De este modo, el general se ha garantizado el apoyo de países como Arabia Saudí, Egipto y los Emiratos Árabes Unidos, así como de algunos otros que también ven en su pericia militar una posible salida del atolladero libio.

En este choque de legitimidades e intereses, en el que el abundante petróleo libio desempeña un papel central, la Unión Europea ha adolecido de una evidente falta de unidad y clarividencia estratégica. De las paralizantes contradicciones de la Unión se han aprovechado multitud de actores. Entre ellos destacan Rusia y Turquía, que han logrado consolidarse como las dos potencias extranjeras más influyentes en la contienda.

Pese a ello, las negociaciones impulsadas recientemente por el presidente Putin y el presidente Erdogan en Moscú terminaron descarrilando, tras la negativa de Hafter a firmar un acuerdo de alto al fuego. Acto seguido, la canciller alemana Angela Merkel tomó el relevo —ejerciendo el liderazgo que se espera de los países de la Unión Europea— en coordinación con el enviado especial de la ONU para Libia, Ghasán Salamé. La reunión que tuvo lugar en Berlín produjo algunos réditos reseñables, como el compromiso de los Estados presentes a abstenerse de interferir en el conflicto y a respetar el embargo de armas aprobado por el Consejo de Seguridad en 2011. También propició que el foco de la atención internacional volviera a situarse sobre Libia, lo cual no resulta baladí.

Ahora, la credibilidad de todos está en juego. Si los compromisos adoptados en Berlín quedan en agua de borrajas, como ya existen indicios de que puede ocurrir, serán los libios quienes paguen de nuevo los platos rotos. Los principales actores domésticos solo rebajarán sus pretensiones maximalistas cuando sus patrocinadores externos hagan lo propio, y destierren definitivamente la hipocresía para afanarse en encontrar espacios de consenso. Desde 2011, la comunidad internacional ha fracasado estrepitosamente en Libia. Este debe ser el momento en el que demos, de una vez por todas, el golpe de timón que los ciudadanos de ese país llevan tanto tiempo esperando.

Javier Solana, a former EU High Representative for Foreign Affairs and Security Policy, Secretary-General of NATO, and Foreign Minister of Spain, is currently President of the Esade Center for Global Economy and Geopolitics and Distinguished Fellow at the Brookings Institution.

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