Una asignatura pendiente

El ministro de Educación ha iniciado su gestión proponiendo un pacto educativo. Es una excelente forma de comenzar y le felicito por ello. Hablar de pactos desde el Gobierno supone aceptar la necesidad de reformas y asumir el reto de realizarlas entre todos. Pactos se han hecho muchos en España en los más variados campos de la vida pública y con excelentes resultados; pero ninguno se ha logrado hasta el momento en nuestro sistema educativo. Si esta vez se consiguiera, se habría producido un hecho excepcional y, me atrevería a decir, que histórico. Por eso merece la pena intentarlo, pese a su evidente dificultad; una dificultad que podríamos superar si tenemos claras algunas ideas.

La primera es que sólo un gran acuerdo puede dar estabilidad y solidez a cualquier reforma en materia de educación. Ha habido ya demasiadas leyes, decretos y órdenes educativas; demasiadas y sin acuerdos transversales. El resultado ha sido la inestabilidad del modelo, la debilidad de las reformas, la incertidumbre respecto al futuro de las mismas y la inseguridad permanente; porque las leyes educativas han durado lo que ha durado el Gobierno que las promocionó. Sólo un gran pacto puede garantizar un modelo estable, que permita a los gestores planificar y recoger algún fruto maduro.

En una reforma como la que se necesita, en segundo lugar, sobran las prisas. Antes de proponer soluciones, hay que aclarar en qué consiste exactamente el problema a resolver; esto es, saber qué es lo que nos pasa en la educación, por qué nos pasa y cuáles son las diferentes opciones. Primero hay que diagnosticar; la receta viene después. Un buen procedimiento es la práctica de algunos gobiernos ante problemas de envergadura: se elabora un libro blanco, al que le pueden seguir los correspondientes libros verdes que, a su vez, se traducen en leyes, decretos y decisiones. Es ciertamente un procedimiento más lento, claro está; pero evita las ocurrencias y las decisiones partidistas y precipitadas.

La reforma a pactar, en tercer lugar, debe ser integral: desde la escuela infantil hasta los niveles más elevados de educación. La recuperación por el Ministerio de Educación de las competencias en todo el proceso evita reformas parciales y faltas de visión. No es posible una buena universidad sin una buena enseñanza media; y no es posible una buena enseñanza media si no ponemos la misma atención en la calidad de nuestra enseñanza primaria e infantil. La reforma tiene que ser integral y con una idea general de cómo tiene que quedar todo el cuadro una vez terminado.
Los desencuentros e incluso enfrentamientos ideológicos, por otra parte, en torno a la educación registrados a lo largo de los treinta años de democracia deberían encontrar su Edicto de Nantes. En punto a valores, no necesitamos ni una educación conservadora ni una educación progresista. Nadie puede pretender imponer en el sistema educativo su moralidad más densa; esa moralidad máxima y personal que nos da respuestas precisas a todos los problemas morales a los que nos tenemos que enfrentar diariamente. El sistema educativo tiene que conformarse con una moralidad mínima que compartimos todos, un núcleo duro de valores que no es muy amplio pero sí muy profundo e intenso. Y estos valores son los proclamados en nuestra Constitución. Sólo estos nos ofrecen un sólido punto de encuentro y de acuerdo en materia tan sensible como la educación.

En quinto lugar, toda reforma necesita tiempo para que dé sus frutos. Aquí no se ha dejado madurar ninguna ley y antes de que pudiera granar cualquiera de ellas se la ha cortado de raíz para comenzar un nuevo experimento. Tal vez los partidos piensan que la educación es un campo propicio para dejar su impronta en la historia; una pretensión infundada por cuanto el siguiente Gobierno se encargará de borrar esas huellas con una nueva ley para empezar otra vez la misma historia. Es una lástima que en este campo no podamos imponer a los parlamentos cláusulas de enfriamiento que obliguen a pensar y madurar más las reformas.

Además de tiempo, la educación exige recursos. No es infrecuente iniciar un programa sin los recursos suficientes. Son leyes-pancarta, meras declaraciones de intenciones, tan grandilocuentes como impracticables. En el mejor de los casos tienen una función puramente simbólica; en el peor no pasan de ser simple retórica, cuando no manipulación de los ciudadanos. Una reforma profunda, como la que necesita nuestro sistema educativo, se tiene que traducir en créditos presupuestarios. Si no se hace así, es mejor no hacer nada. Junto a los principios de la tipicidad en materia penal podríamos proponer a nuestro parlamento un principio de tipicidad presupuestaria: ninguna ley sin el correspondiente crédito.

Cuestión no menor, en séptimo lugar, es la necesidad de coordinación y lealtad entre los distintos niveles de gobierno; máxime en un Estado como el nuestro en el que las competencias educativas están repartidas entre los ayuntamientos, las comunidades autónomas y el Estado. Lo que ha ocurrido con leyes como la educación para la ciudadanía, ley de dependencia o, últimamente, las ayudas a la industria del automóvil o a la compra de viviendas es una buena prueba de cómo sin lealtad no funciona el Estado autonómico. Porque tomar decisiones normativas en un nivel que tiene que financiar otro con sus recursos es un fraude. Y porque torpedear una norma por razones partidistas no es un fraude menor. Cualquier pacto en nuestro Estado de las Autonomías exige lealtad y coordinación.

Reformar nuestro sistema educativo, por último, supone olvidarnos de nuestra tendencia a poner las cosas fáciles. En treinta años hemos pasado de una educación autoritaria de sólo deberes a una educación de derechos y con escasas o nulas obligaciones. Este crepúsculo de los deberes en el sistema educativo ya ha dado sus frutos en forma de absentismo y fracaso escolar. Parece que empezamos a reconocer todos que la educación implica esfuerzo, trabajo y horas de dedicación y estudio. Por eso, cualquier reforma que se acometa tendrá que hacer un hueco para hablar de responsabilidad y obligaciones.

La iniciativa del Ministerio de Educación es alentadora. Si miramos tanto hacia atrás como al estado de nuestra vida pública, surgen fuertes dudas de su viabilidad. Pero al pesimismo de la inteligencia hay que combatirle en política con el optimismo de la voluntad. Tal vez un buen tónico de esta voluntad de lograr un gran acuerdo lo proporcionen las palabras de Giner de los Ríos: la educación es imagen de la sociedad cuyos hombres (y mujeres) forma; es y vale en cada tiempo lo que le permite el ideal y el estado de la sociedad.

Virgilio Zapatero, Rector de la Universidad de Alcalá.