Una bestia tan pequeña

Parafraseemos a Shakespeare: «Hay algo podrido en los reinos de España y Francia». Los dos países tienen alrededor de 13.000 nuevos casos de Covid-19 al día, un récord nada envidiable en Europa. Antes de la pandemia, no todo era perfecto, pero en retrospectiva, en su incesante búsqueda de la felicidad, a nuestros dos países no les iba tan mal. Desde luego, esta felicidad en perspectiva es un maratón colectivo sin límite de tiempo ni distancia, pero, en general, la dirección era la correcta, basada en la democracia política, el crecimiento económico y la fe en la ciencia. Y, de pronto, la aparición del animal más pequeño, el virus, ha sido suficiente para sacudir nuestro optimismo y nuestro recorrido. Hay que entender a esta pequeña bestia, que se aburría encerrada en la piel de un murciélago antes de saltar a un pangolín que acabó en una brocheta de un mercado chino. Ahora, se dijo el virus, el mundo es mío. Y como estas pequeñas bestias solo tienen una idea en la cabeza, aunque no tengan cabeza, que es reproducirse hasta el infinito, se activan incluso después de llevar allí un año; una obsesión.

Una bestia tan pequeñaPara entender al adversario, explica Henry Kissinger en otro ámbito, el de la guerra y la paz, hay que ponerse en su lugar: si ustedes fueran un coronavirus, atacarían primero las trincheras más frágiles, las más antiguas primero, en los países más densamente poblados y desorganizados, como India, por ejemplo, que hasta la fecha tiene el mayor número de víctimas, apenas contadas, o países en guerra, como Irak y Yemen. Sin embargo, el coronavirus se estanca, o incluso retrocede cuando encuentra una resistencia firme, casi militar, organizada, sin falla. Esta estrategia de resistencia, a falta de terapia y vacuna, es bien conocida desde hace ya un siglo (la teorizó el doctor Adrien Proust, padre del novelista Marcel): comunicar con claridad, repetir, analizar, rastrear, aislar. Una estrategia que, para tener éxito, si no triunfar, requiere una disciplina impecable, una ejecución sin escrúpulos. Así es como China, Corea del Sur, Taiwán y Vietnam casi han conseguido repeler el asalto.

Pero no nuestras democracias latinas. Lo que normalmente supone nuestra fuerza -debatir, discutir, pelear, negociar- conduce esta vez a una derrota anunciada. El ataque relámpago del virus no ha revelado las grietas de nuestra democracia en sí, sino su ridículo ante una amenaza real. Que gobiernos y oposiciones compitan por el poder es la esencia misma de la democracia en tiempos ordinarios, pero en circunstancias excepcionales, ante una agresión externa, la amenaza soviética, por ejemplo, la democracia no prohíbe la unión nacional. En democracia, la unión siempre triunfa sobre el enemigo antidemocrático. Esta vez, sin duda porque no se ha comprendido bien la amenaza, prevalece la desunión, agravada, en Francia como en España, por un odio entre las partes que supera el nivel tradicional y aceptable de rivalidad. En nuestras democracias, cuando cumplen con su función, debatimos qué posición adoptar frente a la realidad. Ahora, con ayuda de las redes sociales, lo que está en discusión es la realidad de los hechos; la opinión del habitual del café o del filósofo de pacotilla se equipara a la ciencia, de modo que los negacionistas logran pasar por pensadores. Llegamos así a la paradoja de una China que acepta la ciencia y el progreso frente a un Occidente donde ya no creemos en ellos.

Algunos políticos (Trump, evidentemente, que fue el pionero de la desinformación), médicos e intelectuales mediáticos, rechazan cualquier rigor científico, adelantan remedios de charlatanes o, en nombre de la libertad, pero solo la suya, no la de los demás, se oponen a cualquier medida profiláctica colectiva. Obviamente, esta renuncia a la comprensión de los hechos, negación de la filosofía francoespañola de la Ilustración, siembra dudas sobre la legitimidad de gobernantes y estudiosos. La estrategia de resistencia al virus, que sin embargo es conocida y esencial, se vuelve inaplicable, salpicada de privilegios y excepciones; el virus se alegra, gana. Contra la democracia, pero también contra la economía, porque la contraposición, la contradicción que algunos cómplices involuntarios del virus, los idiotas útiles de la pandemia, proponen para preservar el crecimiento antes que la salud pública es la mayor insensatez; un pueblo que está enfermo o que teme a la enfermedad, no vuelve a la escuela ni al trabajo, no consume ni invierte. Los datos son indiscutibles: los países que controlan la pandemia logran mantener su economía (China, Corea del Sur), y aquellos donde la pequeña bestia avanza más rápido son aquellos donde la economía, la escuela y el empleo están colapsando, como en el caso de Francia y España. Si nuestros países siguen por este camino, lo peor está por venir, debido al desfase entre la infección y sus consecuencias sanitarias y sociales. Muy imprudente sería la o el que hoy hiciera predicciones: el mundo posterior al Covid se abre ante nosotros.

Guy Sorman

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