Una biblioteca universal

Los académicos sueñan desde hace mucho tiempo con una biblioteca universal que contenga todo lo que se haya escrito hasta la fecha. Luego, en 2004, Google anunció que comenzaría a escanear digitalmente todos los libros disponibles en cinco importantes bibliotecas de investigación. De repente, la biblioteca de la utopía parecía al alcance de la mano.

De hecho, una biblioteca universal digital sería incluso mejor de lo que podría haber imaginado cualquier pensador antes, porque todos podrían acceder a todas las obras, en todas partes, en todo momento. Y la biblioteca podría incluir no sólo libros y artículos, sino también pinturas, música, películas y toda otra forma de expresión creativa que se pueda capturar en forma digital.

Pero el plan de Google sufrió un traspié. La mayor parte de las obras de esas bibliotecas de investigación todavía están protegidas por las leyes de propiedad intelectual. Google dijo que escanearía el libro entero, sea cual fuere su condición en cuanto a propiedad intelectual, pero que los usuarios que buscaran algo en libros protegidos por estas leyes sólo podrían ver un fragmento. Era, se argumentó en su momento, un “uso justo” –y por ende permitido bajo las leyes de copyright de la misma manera que uno puede citar una frase o dos de un libro para una crítica o una discusión

Los editores y autores se mostraron en desacuerdo y algunos demandaron a Google por violar las leyes de propiedad intelectual, pero finalmente llegaron a un acuerdo a cambio de una participación en las ganancias de Google. El mes pasado, en un tribunal de Manhattan, el juez Denny Chin rechazó ese acuerdo propuesto, en parte porque le daría a Google un monopolio de facto sobre las versiones digitales de los llamados libros “huérfanos” –es decir, libros que todavía están protegidos por las leyes de propiedad intelectual, pero ya no están impresos y cuya titularidad en materia de copyright es difícil de determinar.

Chin determinó que el Congreso de Estados Unidos, no un tribunal, era el organismo adecuado para decidir a quién se le debería confiar la tutela de los libros huérfanos, y en qué términos. Estaba en lo cierto, al menos si estamos considerando cuestiones dentro de la jurisdicción estadounidense. Estas son cuestiones grandes e importantes que afectan no sólo a autores, editores y a Google, sino a toda aquella persona interesada en la difusión y disponibilidad del conocimiento y la cultura. Así, si bien la decisión de Chin es un contratiempo temporario en el camino hacia una biblioteca universal, ofrece una oportunidad para reconsiderar cómo se puede materializar mejor el sueño.

La cuestión central es la siguiente: ¿cómo podemos poner a disponibilidad de todos libros y artículos –no sólo fragmentos, sino obras enteras-, preservando al mismo tiempo los derechos de los creadores de las obras? Para responder esta pregunta, por supuesto, necesitamos decidir cuáles son esos derechos. De la misma manera que a los inventores se les dan patentes para que puedan obtener réditos de sus invenciones durante un tiempo limitado, originariamente a los autores se les otorgaba propiedad intelectual durante un período relativamente corto –en Estados Unidos, en un principio eran sólo 14 años a partir de la primera publicación de la obra.

Para la mayoría de los autores, eso sería tiempo suficiente para ganar el grueso del ingreso que alguna vez recibirían por sus textos; después de eso, las obras serían de dominio público. Pero las corporaciones generan fortunas en base al copyright, y en repetidas ocasiones presionaron al Congreso para prolongar ese tiempo, al punto de que en Estados Unidos hoy se extiende a 70 años después de la muerte del creador. (La legislación de 1998 responsable de la última extensión recibió el apodo de “Ley de Protección del Ratón Mickey” porque le permitía a la Walt Disney Company conservar el copyright de su famoso personaje de caricatura).

Es porque la propiedad intelectual dura tanto tiempo que por lo menos las tres cuartas partes de todos los libros de las bibliotecas son “huérfanos”. Esta vasta colección de conocimiento, cultura y logro literario es inaccesible para la mayoría de la gente. Digitalizarla la pondría a disposición de cualquiera con acceso a Internet. Como dijo Peter Brantley, director de Tecnología de la Biblioteca Digital de California: “Tenemos un imperativo moral de buscar en los estantes de nuestras bibliotecas, tomar el material que es huérfano y ponerlo sobre los escáners”.

Robert Darnton, director de la Biblioteca de la Universidad de Harvard, propuso una alternativa para los planes de Google: una biblioteca pública digital, financiada por una coalición de fundaciones que trabajaran en tándem con una coalición de bibliotecas de investigación. El plan de Darnton no alcanza la estatura de una biblioteca universal, porque las obras impresas y protegidas por las leyes de copyright quedarían excluidas; pero él cree que el Congreso podría otorgarle a una biblioteca pública no comercial el derecho a digitalizar los libros huérfanos.

Ése sería un paso enorme en la dirección correcta, pero no deberíamos abandonar el sueño de una biblioteca pública digital universal. Después de todo, los libros aún impresos probablemente sean los que contengan la información más actualizada, y los que la gente más quiere leer.

Muchos países europeos, así como Australia, Canadá, Israel y Nueva Zelanda, han adoptado legislación que crea un “derecho de préstamo público” –es decir, el gobierno reconoce que permitirles a cientos de personas leer una copia única de un libro representa un bien público, pero que hacerlo probablemente reduzca las ventas del libro-. A la biblioteca pública universal se le podría permitir digitalizar incluso obras que están impresas y protegidas por las leyes de propiedad intelectual, a cambio de pagarles honorarios al editor y autor en base a la cantidad de veces que se lee la versión digital.

Si podemos poner un hombre en la luna y secuenciar el genoma humano, deberíamos ser capaces de diseñar algo parecido a una biblioteca pública digital universal. En ese punto, enfrentaremos otro imperativo moral, que será incluso más difícil de realizar: expandir el acceso a Internet más allá de menos del 30% de la población mundial que hoy lo tiene.

Por Peter Singer, profesor de Bioética en la Universidad de Princeton y profesor laureado en la Universidad de Melbourne. Su libro más reciente es The Life You Can Save.

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