Una buena causa mal servida

La defensivas son las únicas guerras justas. El feminismo ha librado y sigue librando tres; la primera y la segunda lo son. Entre nosotros, casi ha ganado la primera, y debe insoslayablemente ganar la segunda.

La victoria en la primera data de bien avanzado el siglo XX, y no ha sido completa. Se ha obtenido la igualdad en derechos civiles entre hombres y mujeres, pero todavía se mantiene la desigualdad en el sector laboral. Se trata de un territorio de riesgo en el que los derechos de la mujer han de ser protegidos.

La segunda guerra combate la más abyecta de las manifestaciones de la misoginia: el maltrato y el uso y abuso de la fuerza bruta, que empieza en intimidación y, en el peor de los casos, termina en muerte. Es lo más indigno que un hombre puede cometer y una sociedad tolerar, ya que la primera regla de la dignidad es usar la fuerza, llegado el caso, para defender y proteger a la mujer, no para atentar contra ella. Queda mucho camino hasta la erradicación de la violencia, que debe llegar a producirse por convicción en el interior de las conciencias. El ámbito privado y familiar de convivencia con el hombre es sin duda un territorio de riesgo para la mujer.

Una buena causa mal servidaAmbas guerras son necesarias y deben proseguirse, y la auténtica y definitiva victoria en una y otra depende de que su legitimidad se imponga convenciendo y disuadiendo al enemigo, al mismo tiempo que se lo persigue y derrota. En todo caso, la batalla legal no es la definitiva: la ley impone derechos y obligaciones pero no modifica automáticamente las mentalidades. El verdadero triunfo de una ley es que no necesite ser invocada ni impuesta, porque la sociedad haya asimilado su espíritu.

La asunción de la legitimidad moral de una ley destinada a erradicar vicios ancestrales es larga y ardua. Esa erradicación tropieza con la obcecación, la vileza, la carencia de principios y de educación, y la psicopatía; pero también puede obstaculizarla la tercera guerra a la que me refería al principio.

Ésta es, a diferencia de las dos anteriores, una guerra injusta, y por eso el feminismo la perderá, por mucho botín que obtenga en ella. Al librarse simultáneamente a las otras dos retrasará su deseable victoria, desprestigiará la causa que las promovió y enturbiará su triunfo. Dificultará la unanimidad moral de la que depende la desaparición de las mentalidades y actitudes contra las que el feminismo milita.

Esta última guerra, taimada y de rapiña, se libra en el mundo de la cultura. Merece esos adjetivos porque, si las dos anteriores combatían la desigualdad lesiva para la mujer, esta tercera, desnaturalizando la justicia por una inercia viciosa y contraproducente, persigue una desigualdad de signo contrario. Haciendo un símil militar, sería injusto e inmoral que una mujer no pudiera, sin importar sus méritos, alcanzar un grado superior al de teniente; pero lo sería asimismo que naciera ya con él.

En uno y otro caso el sexo impondría una desigualdad, y toda desigualdad es inherentemente injusta. El sexo y no el género, como se suele decir erróneamente, confundiendo la biología con la gramática. Confusión que no me parece casual, ya que con ella se disfraza una realidad incómoda: la sustitución de un sexismo por otro.

En el acceso a la cultura y a la educación, en la práctica de la docencia, la literatura y el arte, la mujer no está hoy, en España, negativamente discriminada; en ese territorio ser mujer no es un demérito ni un obstáculo. Actuar como si lo fuera es crear un mercado innecesaria y arteramente protegido para las mujeres, que les permite competir con un as en la manga.

El sistema de dobletes, cupos y cuotas ha sido concebido para manipular tribunales y jurados, tanto como la extravagante presencia en ellos de representantes de los sedicentes y fantasmagóricos "centros académicos dedicados a la investigación desde la perspectiva de género", presencia que implica que la condición femenina es en sí misma un mérito.

Se trata de un juego tramposo y torticero que instaura la prevaricación institucionalizada, pero todo el mundo calla y traga porque los hilos del chanchullo los mueven el Estado y sus instituciones. Que haya un chanchullo más, qué importa al mundo.

Los que callan y otorgan legitiman la injusticia y la hacen menos ostensible. Los mejores por cortesía, prudencia o cortedad; algunos quizá porque esperan el mendrugo o la tarta que premie su complicidad. Pero el hecho es que de la sangre, el sufrimiento y el ostracismo de las mujeres muertas, mutiladas, esclavizadas, recluidas y silenciadas se alimentan, como plantas trepadoras y parásitas, aquellas que, gracias a la ventaja injustificable que se les concede por encima de la igualdad de que ya disponen, obtienen el sillón, la cátedra y el premio que no merecen.

La paridad en las instituciones, en los cuerpos de funcionarios o en los palmarés será siempre buena si se consigue sin forzar su propio y natural ritmo; pero hacerlo con premura, a tontas y a locas y a marchas forzadas corre el riesgo de encumbrar la mediocridad, si lo que se pretende no es ensalzar el mérito sino el sexo. Acaso sirva para exhibir en Bruselas, Estrasburgo o Ginebra estadísticas cuya misión será engañar con la verdad a quienes no sepan qué hay tras ellas. Y esa manipulación sí es un territorio de riesgo para la mujer, y para la sociedad.

A una mujer que hubiera alcanzado -siguiendo con nuestro símil- el grado de coronel por méritos propios, le molestaría que ostentara sus mismas estrellas una colección de aprovechadas indignas de ellas. La equiparación la humillaría, y podría llegar a dudar de sus propios méritos, y a despreciarlos. En cambio, si poseyera ese grado por la ley del embudo como concesión a su sexo, y careciera de escrúpulos, se frotaría las manos encantada. ¡Menudo chollo! A tuerto y a derecho, nuestra casa hasta el techo.

La llamada discriminación positiva desacredita el feminismo, degrada y pone bajo sospecha los éxitos de las mujeres y retarda su aceptación social. Pero, además, vulnera frontalmente el artículo 14 de nuestra Constitución, que dice claramente: "Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social".

Ninguna discriminación, dice la ley: ni negativa ni positiva. Ojalá desaparezca para siempre la denigrante expresión sexo débil y todo lo que implica; pero no vaya la debilidad a fortalecerse tanto que se equipare a su enemigo en el lado oscuro de la fuerza.

En todas las guerras, incluso en las que resultan justas, hay mercenarios y saqueadores. Al favorecerlos confundiéndolos con los héroes les hacemos un flaco favor a estos últimos y a la causa a la que sirven. Actuar en favor de la desigualdad y del privilegio mientras se dice reivindicar la igualdad real es una desfachatez y una peligrosa contradicción en la que el feminismo no debería haber caído.

Las mujeres de calidad y la Historia no podrán perdonarlo.

Guilermo Carnero es poeta, licenciado en Ciencias Económicas y catedrático de Literatura Española en la Universidad de Alicante. Su último libro publicado es Regiones devastadas (2017).

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