Una de las noticias tecnológicas más destacadas de 2017 fue lo mucho que se ha generalizado el conocimiento de las criptomonedas, sobre todo por el increíble aumento de los precios de dos de las más importantes, bitcoin y ethereum. Se especula mucho sobre si ese aumento constituye una burbuja, si está anunciando la quiebra de las monedas tradicionales de los Estados o si el verdadero motor de la demanda es la necesidad de liquidez para las transacciones de los mercados negros.
Pero la locura que genera el bitcoin oculta el hecho de que la cadena de bloques (blockchain), en la que se basan las criptomonedas, es una tecnología con una utilidad mucho más amplia, que puede llegar a revolucionar muchas más cosas que los mercados de divisas. Las posibilidades revolucionarias de la cadena de bloques residen en su capacidad de registrar, vigilar, subdividir y transferir la riqueza de forma segura a través de Internet. En pocas palabras, si Internet es la tecnología esencial que hace posibles las redes sociales, la cadena de bloques es eso mismo para la posibilidad de una economía verdaderamente colaborativa.
De China a Estados Unidos, de Europa a Latinoamérica, e independientemente del sistema político, el capitalismo ha conquistado el mundo. La productividad ha crecido hasta tal punto que, por ejemplo, entre 2003 y 2013, la renta per cápita mundial se duplicó. El mundo está cerca de alcanzar la riqueza necesaria para beneficiar a todos.
Pero aún no hemos resuelto cómo hacer un reparto equitativo de esa riqueza. Dos de los mayores problemas del capitalismo actual, con su globalización y su alta tecnología, son el aumento implacable de las desigualdades y la falta de empleo estable y bien remunerado, en particular para personas sin cualificación técnica. La globalización hace crecer las clases medias en China y México, pero elimina empleo en Estados Unidos. Hasta ahora, en general, la tecnología ha acentuado las desigualdades.
La inteligencia artificial y los robots amenazan con agudizar esas tendencias. Aunque la segunda era de la máquina está impulsando increíblemente la productividad, un informe del FMI de 2016 dice que la revolución de los robots puede tener “profundas consecuencias negativas para la igualdad”. Con nuestra configuración político-económica actual, se eliminarán muchos puestos de trabajo, y los beneficios serán para las empresas que fabriquen esos robots. Es cuestión de quiénes son los propietarios: si los robots son del capital, en la medida en que aumente la productividad, ganará el capital, y los trabajadores (tanto los que queden como los despedidos) perderán. Aunque los trabajadores despedidos encuentren nuevo empleo, las desigualdades se agravarán.
Históricamente, hemos permitido que la producción creara desigualdades y luego hemos gravado impuestos a los ricos para redistribuir la riqueza. Por desgracia, es muy posible que ese sistema ya no sea suficiente. Algunas propuestas para remediarlo, como la renta básica universal (RBU), no funcionan: perpetúan la distinción entre “los que actúan” y “los que reciben” y, aunque proporcionan unos ingresos mínimos, no resuelven verdaderamente las desigualdades. Un mundo en el que la inmensa mayoría subsiste con una renta mínima exigua mientras los dueños del capital nadan en la abundancia no es precisamente un modelo al que aspirar.
Lo que hace falta es un sistema que garantice que todos sean parte del futuro porque se benefician del crecimiento económico por el mero hecho de ser miembros de la sociedad. Por ejemplo: ¿Por qué no dar una parte de todo a todos? Imaginemos un mundo en el que un tercio de los bienes es de la sociedad; un tercio, de los trabajadores, y un tercio, del capital.
En otras palabras, en lugar de redistribución (que, en realidad, es posdistribución), deberíamos hablar de predistribución: en lugar de suavizar las desigualdades a posteriori mediante impuestos y prestaciones, reducirlas haciendo que todos sean partes interesadas y tengan oportunidades y dignidad. Este modelo seguiría estimulando la innovación y la inversión y haría del futuro cosa de todos.
La predistribución propone una economía moral en la que cada ciudadano reciba una “participación” en la renta y la capacidad productiva de su país desde el principio. No es una utopía irrealizable. De hecho, ya existen sistemas así (a pequeña escala). En Noruega y Alaska, por ejemplo, cada ciudadano recibe una parte de los beneficios derivados de sus ricos recursos naturales. Hasta ahora, esta interpretación moral del reparto se ha aplicado a la riqueza mineral. Pero, si se aplicase a los frutos de la actividad tecnológica, introduciría un tipo totalmente nuevo de economía colaborativa. Se puede decir que la riqueza digital es el petróleo del siglo XXI, con la diferencia de que no se genera exclusivamente donde hay minerales enterrados.
De momento, la noción de economía colaborativa consiste en empresas como Airbnb, Uber y Lyft, controladas por intereses privados y capitales de riesgo. La cadena de bloques puede cambiar esa situación, porque es un mecanismo tecnológico que permite compartir. Permite seguir la pista de la información de forma segura, por ejemplo, sobre los propietarios y las transacciones. En vez de almacenar esos datos en un sitio central, la cadena de bloques hace muchas copias y las reparte por todos los nodos de una red. Cada transacción se propaga por la red sin coste alguno y con total transparencia.
Las repercusiones son inmensas, porque permite una economía verdaderamente colaborativa. Por ejemplo, cada robot de una flota de vehículos autónomos podría pertenecer en parte a cada miembro de la comunidad. Cada vez que alguien contratase uno de los vehículos, el dinero no iría a parar solo a una empresa privada, sino que podría repartirse entre todos.
Es decir, la cadena de bloques puede ser una gran herramienta para garantizar el reparto de los bienes económicos entre todos. En vez de intentar compensar la pérdida de empleos debida a la tecnología con la RBU, permite abordar las desigualdades desde el origen, la producción. En lugar de esperar que surjan las desigualdades e intentar resolverlas después, permite perseguir la idea de un derecho universal a los bienes intelectuales y de capital: un capital básico universal.
Para ello tienen que pasar muchas cosas. Pero, si hiciéramos realidad las promesas utópicas originales de la economía colaborativa, permitiríamos que cada miembro de la comunidad poseyera una fracción de los nuevos bienes económicos. El uso de la cadena de bloques para construir esa estructura de propiedad repartida y democrática podría hacer que cada uno tuviera interés y participación en nuestro futuro robotizado, en lugar de ahondar las desigualdades y los conflictos políticos.
Nicolas Berggruen es presidente del Berggruen Institute. © 2018 The WorldPost/Global Viewpoint Network, distributed by Tribune Content Agency, LLC.