Una campaña francesa singular

La campaña electoral francesa es una caja de sorpresas. En primer lugar, ha puesto de manifiesto una notable paradoja: la opinión pública se apasiona por la política, sigue con atención el itinerario de los dos candidatos principales (a la derecha, Nicolas Sarkozy; a la izquierda, Ségolène Royal) como también la recuperación del centrista François Bayrou, al tiempo que los sondeos de opinión indican que dos tercios de los electores desconfían de los partidos políticos y - desde un punto de vista más general- de la propia democracia representativa.

Todo acaece como si el desafío estribara en establecer una relación directa entre el pueblo y el supremo poder al que aspiran los candidatos: toda mediación, en tal contexto, se manifiesta como una realidad secundaria, incluso nefasta. El ambiente de estas elecciones es populista pues en buena medida parece que se trata de abolir la distancia entre el futuro presidente/ a y la población: sus expectativas y aspiraciones, sus dificultades y esperanzas cortocircuitando así el aparato político de los partidos y las elites en general, sean políticas, mediáticas o intelectuales. De ahí los apuros de los intelectuales a la hora de participar en un debate al que no se les convoca de manera especial; en menor medida, en todo caso, que en el caso de las estrellas del deporte, la canción o el cine. Sin embargo, eso no es todo.

En el pasado, la representación política en Francia se articulaba mal que bien en torno a un principio de oposición que poseía al menos la virtud de estructurar la vida intelectual. Los intelectuales de izquierda asumían la causa de la clase obrera y de sus luchas, y de las luchas de los pueblos dominados en pos de su emancipación. Algunos de ellos encontraban en el marxismo los instrumentos teóricos de su postura, un "horizonte no susceptible de ser superado" en palabras de Jean-Paul Sartre. En la derecha, encarnaban más bien la nación y asimismo podían, como en el caso de Raymond Ayron, encarnar los valores del liberalismo y de la libertad individual.

Pero ya no nos hallamos en esas circunstancias. En efecto, desde finales de los años setenta el auge espectacular de la cuestión de los derechos humanos ha acabado con esta oposición tradicional. Procedentes sobre todo de la extrema izquierda, numerosos intelectuales - calificados a veces de nuevos filósofos- se han distanciado radicalmente del marxismo, del comunismo y del izquierdismo, como de los estados y de las fuerzas políticas que apelaban a estos conceptos sobre el telón de fondo del declive del movimiento obrero e incluso (sin ser conscientes de ello) cuando la guerra fría entraba en fase terminal. Las líneas nítidas de fractura derecha/ izquierda, según su criterio, se difuminaban como así testimonian los reencuentros de Jean-Paul Sartre y Raymond Aron tras largos años de distanciamiento con ocasión de la operación Un Barco para Vietnam para rescatar en el mar de la China a los refugiados que huían del régimen comunista. Yse difuminaban más si cabe al calor de un movimiento complementario (y, sin embargo, de signo contrario) que lejos de diferenciarlas atravesaba transversalmente las distinciones derecha/ izquierda: el auge de ideas republicanistas y soberanistas, hostiles al derechohumanismo y atentas a proteger el Estado, a sus instituciones republicanas y a la soberanía nacional, temas tratados por intelectuales tanto de izquierdas como de derechas.

En el marco de tal paisaje, la figura del intelectual de izquierdas - más que la del de derechas- quedaba especialmente maltrecha con el inconveniente añadido de que experimentaba aún en mayor medida los efectos del esfumado al que acabo de referirme. Además, quedaba huérfana de la sal de la tierra (el proletariado), privada de las utopías y las promesas del comunismo, totalmente desacreditado por la trayectoria de la Unión Soviética, e impulsada a abandonar las ideas revolucionarias asociadas a la instauración de regímenes autoritarios y, tras la revolución iraní, al islamismo radical y de ahí al global. De Louis Althusser a Michel Foucault, pasando por Jacques Lacan o Jacques Derrida, la intelligentsia de izquierdas, tanto marxista como no marxista, había depositado ampliamente su confianza en el pensamiento estructuralista que únicamente quería ver la existencia de instancias, mecanismos, lógicas de reproducción, estructuras de todo tipo y que perseguía sin descanso el Sujeto, la subjetividad de los protagonistas en acción cuya muerte, por cierto, llegaba a anunciar. Sin embargo, el estructuralismo ha dejado de ejercer su seducción sobre el pensamiento.

En un lapso de veinte años, los intelectuales de izquierdas han perdido en consecuencia sus claves de referencia. Tan sólo les quedaba, grosso modo, elegir entre tres orientaciones principales. O bien distanciarse de toda idea de compromiso a fondo en el ámbito de la izquierda, o bien acercarse ideológicamente a la izquierda reformista (el PS y, en cierta medida, los Verdes), o bien radicalizarse adoptando posturas hipercríticas. El acercamiento al PS cobra sentido sobre todo en el caso de quienes pueden poner su condición de expertos a su servicio prácticamente en las antípodas, por tanto, de la imagen del intelectual a lo Jean-Paul Sartre, que en sus conferencias en Japón explicaba que el intelectual es el que se inmiscuye en lo que desconoce. El pensamiento hipercrítico - que tuvo en Pierre Bourdieu su expresión más excelsa- se basa en la sospecha, la denuncia y una radicalidad lo más distanciada posible de cualquier lógica de reforma, compromiso o negociación.

Cabría tal vez levantar acta, a la vista del resultado del referéndum sobre el tratado constitucional europeo (mayo del 2005), del vigor del pensamiento hipercrítico asociado a las posturas favorables al no que se alzó con la victoria. De hecho, a las izquierdas radicales, como también al partido comunista, las elecciones presidenciales les sorprenden en muy mala posición, en tanto que los sondeos sólo les prometen resultados mediocres. Además, tal pensamiento se ve debilitado por obra y efecto de la personalidad del candidato de la derecha, al que reprochan su liberalismo económico y su brutalidad política y policial: la repulsa a Sarkozy prima, en este aspecto, sobre el odio a la socialdemocracia, aparte de que las posturas hipercríticas se disuelven y pierden brío en las aguas del apoyo a Ségolène Royal. Se ven reducidas al silencio o al alineamiento según los parámetros del pensamiento reformista, al menos de modo provisional.

Quedan dos cuestiones importantes. La primera se refiere al compromiso favorable a la derecha en el caso de ciertos intelectuales cuya opción tuvo notable repercusión. André Glucksmann, en un sonado artículo publicado en Le Monde,anunció que votaría a Sarkozy en virtud de una lectura geopolítica: otorga mayor confianza al atlantismo de este candidato que a las propuestas de Ségolène Royal para impulsar el combate de los derechos del hombre, en especial con relación a Rusia. Pascal Bruckner, ensayista catalogado hasta fecha reciente de figura más bien próxima a la izquierda, se ha inclinado a la derecha como también el historiador Max Gallo, portavoz gubernamental en época de Mitterrand. En este distanciamiento de Ségolène Royal, pero también del PS y de su hipocresía como dice Bruckner, se confunden la repulsa del antiamericanismo, un cierto liberalismo económico y la idea (Gallo) de que el campeón de la derecha sabrá representar mejor a la nación francesa que una candidata que se hace un lío al abordar temas relacionados con la geopolítica o la defensa nacional.

Por último, las esperadas adhesiones a Ségolène Royal llegan con cuentagotas, sin excesiva pasión. El gran historiador y medievalista Jacques Le Goff acaba de decir que no es de lo mejor que hay sino de lo menos malo... La candidata del PS ha hecho campaña bajo el signo de la democracia participativa, postulando que corresponde al pueblo y a la base - en el curso de debates donde queda constancia de sus reivindicaciones y quejas- hacer sus aportaciones al proyecto presidencial y no al aparato del partido, a los expertos, a los intelectuales, a los investigadores. Los intelectuales favorables a la candidata se muestran entusiastas en escasas ocasiones. Sobre todo, y en último término, su objetivo consiste en rechazar la hipótesis Sarkozy. Apenas hablan de proyectos, de utopías, de visión del mundo, de construcción del futuro. Se limitan a exponer lo que les repugna o les saca de quicio de la derecha.

Michel Wieviorka, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Traducción: José María Puig de la Bellacasa.