Una carencia de difícil solución

A mi amigo Bill de Chillicothe, Ohio, le sucedió como a la señora cuyo tratamiento de cáncer de mama fue interrumpido porque no había declarado un acné adolescente. Con más de una condición crónica y sin llegar aún a los 65 años, en que conseguiría cobertura por Medicare, se encuentra, como 47 millones de estadounidenses, a un paso de la ruina total. Paso para el que solo se precisa un episodio medianamente grave de enfermedad o accidente, salvo que se sea oficialmente pobre (y protegido por Medicaid, creada, como Medicare, en 1965), militar (excelente red pública la de Veterans Administration) o se disponga de una buena póliza privada de seguro generosamente desgravada.

Muchas organizaciones sanitarias de Estados Unidos, además de la citada Veterans Administration, ofrecen una de las mejores atenciones sanitarias del mundo a un coste muy razonable: Kaiser, en California; Intermountain HealthCare, en Utah, o Geisinger, en Pensilvania. Abundan, asimismo, los centros y profesionales médicos excelentes. No obstante, la calidad de un sistema sanitario no se obtiene por agregación de las calidades de sus componentes: importa la adecuación del tipo de cuidado a la necesidad, la coordinación entre proveedores, el acierto en las políticas de salud, el acceso en el momento preciso…

Y aquí falla Estados Unidos: basta utilizar como indicador de resultado las causas de muerte que con una correcta atención sanitaria podrían haberse evitado y compararlas con los recursos empleados (ese 18% del producto interior bruto) para entender los diversos intentos de reforma sanitaria habidos.
Diagnosticadas están las causas de la peor calidad del sistema sanitario en Estados Unidos, pero la más importante coincide con la que explica la excepcionalidad estadounidense en el contexto de los países desarrollados: la ausencia de una intervención pública que permita atender a todas las personas según su necesidad con un esquema de financiación pública, a diferencia de lo que ocurre en el resto de los países desarrollados donde se está produciendo una convergencia entre los sistemas Bismarck, basados en la Seguridad Social (prestaciones para asegurados financiadas mediante cotizaciones), y los sistemas Beveridge, basados en Servicios Nacionales de Salud (prestaciones para todos los ciudadanos financiadas con la imposición general).

Esta peculiar carencia estadounidense tiene, pese a su importancia, difícil solución. Todos los países dependen de las decisiones tomadas en el pasado. Resulta fácil cambiar la máquina de bebidas de la Casa Blanca según el inquilino sea demócrata (Coca) o republicano (Pepsi). Resulta bastante más complicado alterar un statu quo en el que una industria aseguradora controla en un mercado sanitario escasamente competitivo la décima parte de la renta de un país y donde la ciudadanía ha desarrollado unos valores muy diferentes a los europeos: el 60% de la población en Estados Unidos cree que la pobreza se debe a la pereza; solo un 26% comparte esa misma opinión en Europa.

El carácter monopolístico de la industria aseguradora estadounidense deriva en parte de la falta de unidad de mercado, pues corresponde a cada uno de los 50 estados la regulación del seguro. En 34 de ellos existen cinco aseguradoras o menos; los índices de concentración son muy elevados; en Alabama una aseguradora dispone del 85% del mercado.

¿Qué puede, entonces, hacer Obama? Algo sobre los dos primeros objetivos entre los tres que señaló en su discurso al Congreso del pasado 9 de septiembre: 1. Cobertura aseguradora para quien no la tiene. 2. Mayor seguridad y estabilidad a las personas que ya disponen de un seguro. 3. Contener el crecimiento de los costes sanitarios.

Para lo primero bastaría con una reforma como la habida en Massachusetts desde el 2006 y que, según Jeff Harris, profesor del Massachusetts Institute of Technology y médico, incentivó a los nuevos asegurados a buscar servicios de salud, especialmente de atención primaria. Lamentablemente, no había una oferta adecuada de atención primaria, así que las multitudes acabaron en urgencias, gastando inadecuadamente miles de dólares por cada dolor de cabeza, tobillo torcido y garganta irritada.

El tercer objetivo constituye un problema compartido, pues tanto España como Estados Unidos tienen las mismas causas explicativas del crecimiento de un gasto sanitario que no repercute en el bienestar, aunque diferentes sean los niveles de partida. En introducir las prestaciones eficientes y eliminar las ineficientes estaremos ocupados estas décadas próximas, si queremos consolidar un Estado del bienestar compatible con los aumentos de productividad que lo posibilitan.

A mi amigo Bill, Obama le llevará la cobertura, costosa y tal vez inadecuada, pero si se hubiera quedado a vivir en España, uno de los muchos países en los que trabajó, hubiera disfrutado de tranquilidad ante las consecuencias económicas de la enfermedad, ese derecho del que gozamos sin darnos cuenta y que ponemos en peligro cuando dejan de gravarse sucesiones o se introducen prestaciones insensatas.
Incluso escogiendo la residencia, con suerte, Bill hubiera disfrutado de una buena atención primaria, resolutiva y cercana, lo que, de momento, no podrá proporcionar Obama a Chillicothe.

Vicente Ortún, director del Centre de Recerca en Economia i Salut, UPF.