Una china sin valores

Los valores que denominamos occidentales reciben ataques en dos frentes: el frente islamista, con la violencia que sabemos, y la resistencia china. Hablemos esta vez de los chinos. El presidente Xi Jinping, que fue anunciado por los sinólatras profesionales como un jefe de Estado ilustrado, e incluso abierto a las ideas occidentales, se revela como un adepto del despotismo oriental, bastante cercano a Mao Zedong. Tras haber eliminado a sus rivales en la dirección del Partido Comunista acusándolos de corrupción (Mao también multiplicaba las «campañas» contra la corrupción para consolidar sus plenos poderes), el presidente chino ha restablecido en los medios de comunicación, en los colegios y en las universidades un manto de plomo ideológico que los chinos no habían conocido desde la década de 1980. En los manuales escolares, en los periódicos y en la Universidad, está prohibido hacer la más mínima alusión a lo que Xi Jinping considera valores occidentales: democracia, libertad de expresión, Estado de Derecho, justicia independiente... Le ahorraremos al lector la lista exhaustiva de estas prohibiciones, que son declinaciones de la libertad de pensar por uno mismo.

La innovación destacada aportada por el régimen actual no es la de invitar a los chinos a criticar esos valores occidentales, sino la de censurar su mención. Consideraremos que se trata de una regresión en comparación con el maoísmo, ya que, cuando Mao lanzó su famosa campaña en contra del confucianismo a finales de la década de 1960, los estudiantes tenían que estudiar a Confucio para destruirlo mejor. En la actualidad, a los chinos se les invita a no pensar en absoluto, a hacer como si esos valores occidentales no existiesen, como si el hecho de no nombrarlos bastase para hacerlos desaparecer.

El procedimiento resulta todavía más extraño porque el pensamiento occidental prohibido no se sustituye por nada. En la China antigua, los valores occidentales se conocían y se discutían (llevaron a la caída del Imperio y a la Revolución republicana de 1911), el marxismo fue estudiado y adaptado al contexto chino, y los ilustrados chinos, desde siempre, se peleaban entre budistas, confucianistas y taoístas. Cuando Mao Zedong arremetió contra la democracia, el marxismo soviético y luego el confucianismo, fue para reemplazarlos por una ideología sustitutiva, la suya. Este pensamiento de Mao estaba recogido en un Pequeño Libro Rojo que los chinos debían aprenderse de memoria, también destinado a la exportación. Este

Libro Rojo, de un simplismo desolador, consiguió la adhesión de las multitudes y de algunos intelectuales en la época de la Revolución cultural (1966-1976), en China y en Occidente. Esos valores maoístas eran básicamente nihilistas, porque Mao, al igual que Marx, era más elocuente sobre el orden antiguo que convenía destruir que sobre el orden nuevo que había que construir.

Xi Jinping, menos ambicioso que Mao, no propone un Libro Rojo, sino que acerca más bien a China al 1984 imaginado por Orwell, basado en la obediencia descerebrada a las órdenes del partido. Como el partido no piensa y ya no se declara seguidor de ninguna filosofía, dogma o religión, no asistimos a una disputa con fundamento entre los valores occidentales y los valores chinos. El Gobierno chino no exporta nada para pensar, solo exige la obediencia de sus súbditos y, si es posible, el servilismo de los que no son chinos. El poderío de los países se basa, por lo general, en un modelo político, un cuerpo de doctrina o una ideología; en resumidas cuentas, en unos valores que se comparten o no. La nueva China es realmente nueva porque solo pretende ser lo que es o lo que dice que es. Lo que es China en esta retórica singular es lo que el Partido Comunista dice que es, y el partido repite lo que el presidente Xi Jinping le dicta. Evidentemente, entramos aquí en el reino de lo absurdo: es imposible imponer a 1.500 millones de chinos que no piensen en absoluto, u obligarles a pensar como el jefe que no piensa.

Esta desvalorización de China provoca víctimas, porque todos aquellos que, en China, no pueden evitar, a pesar de todo, pensar por sí mismos se ven acusados de corrupción o de complot contra la seguridad del Estado. Entre los chinos jóvenes, el espíritu crítico se manifestaba tradicionalmente en internet, pero la Red está cada vez más censurada. Queda la huida: 300.000 estudiantes se marchan cada año al extranjero, en particular a Estados Unidos, y su sueño es volver a China para hacer fortuna allí, pero, en la medida de lo posible, con un carné de identidad estadounidense para escapar de la policía del pensamiento.

¿Cómo podemos los occidentales reaccionar, o al menos reflexionar sobre este nuevo imperialismo del no-pensamiento? La prioridad es no dejarnos engañar. Los valores que denominamos occidentales son en realidad universales, y por eso Xi Jinping no sabe cómo deshacerse de ellos y da muestras de un gran desconcierto. El deseo de comerciar con China, que es loable, no debe impedirnos ver la fragilidad de este régimen. El amor por China y el deseo (hay que desearlo) de que el pueblo chino escape de la pobreza –dos tercios de la población subsisten en una miseria absoluta– no exigen que se sirva al Partido Comunista Chino: distingamos entre el país y sus dictadores. Estos son peligrosos porque no piensan y porque no tienen valores; los suplen con su culto al dinero y a la fuerza. No resulta tranquilizador; preferiríamos un verdadero debate en el que cada uno aprendería del otro y a vivir juntos. A corto plazo, no hay esperanza.

Guy Sorman

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