Una ciencia amilanada

Una ciencia amilanada

Diez o doce años atrás, el entonces presidente José Luis Rodríguez Zapatero visitó la Reserva Biológica de Doñana durante unas vacaciones. Con ánimo de tirarle de la lengua, los más veteranos le preguntamos qué debíamos aconsejar a nuestros estudiantes destacados, si aspirar a una carrera científica en España o buscarse la vida en el extranjero. El presidente, tan optimista como bienintencionado, nos pidió que les animáramos a quedarse, porque en poco tiempo la inversión en ciencia en España alcanzaría al porcentaje promedio del PIB en la Unión Europea, y otro tanto ocurriría con el número de investigadores por cada mil habitantes. Creo que si aquel día nos hubieran contado que en 2017 estaríamos tan lejos como entonces de la media europea ninguno lo hubiéramos creído... salvo catástrofe. Y eso, una catástrofe, es lo que ha ocurrido. Ni más ni menos.

La investigación en España adolece hoy de graves problemas, que no va uno a descubrir. La financiación ha caído a niveles de 2007, y ese aspecto, sin duda clave, suele ser el más mencionado. Pero hay muchos otros. Las plantillas están envejecidas, dado que en los últimos años apenas ha habido oportunidades para la incorporación de jóvenes al sistema (de hecho, la edad media de los investigadores del CSIC es hoy superior a los 53 años, bastante más alta que hace 30 años). Los investigadores de entre 30 y 50 años, los que más pueden aportar, aunque formados aquí han renunciado a investigar o lo hacen con brillantez fuera de España, y difícilmente volverán. Ello provoca una fractura generacional que tendrá repercusiones negativas incluso si algún día los presupuestos recuperan su pujanza (¿quién formará entonces a los futuros científicos?). Fallan los plazos y las resoluciones de convocatorias, de forma que resulta difícil hacer previsiones. Además, se agudiza el problema de la burocratización de la gestión.

Las normas que parecían razonables cuando el aparato administrativo para gestionar la ciencia se estructuró en España han ido complicándose y anquilosándose progresivamente, hasta convertirse en un dislate y una auténtica tortura. No es raro que científicos consagrados reconozcan que dedican a la gestión cerca de la mitad, o incluso más, de su tiempo. Si a ello sumamos el 100% del tiempo que le dedican los gestores y auditores de la actividad científica, llegaremos a la conclusión de que se trabaja mucho más para administrar la ciencia que para practicarla.

Una parte muy importante de esa gestión es fiscalizadora y de control. Por supuesto, nada hay que oponer a que se analice con sumo cuidado cómo se gasta el dinero público invertido en ciencia, pero ello no puede justificar que se tarde meses o años en contratar a un científico o un técnico, y menos que con frecuencia no puedas hacerlo porque es extranjero y su título no está homologado, o porque si lo contratas tal vez reclamará una estabilización laboral. Y eso por no hablar de situaciones grotescas. La Unión Europea, y actualmente la propia legislación española, recogen el principio de “una sola vez”: uno tiene derecho a no entregar documentos que han sido presentados a la administración en alguna ocasión previa. Ello no obsta para que con frecuencia en distintas convocatorias se haya de aportar el curriculum vitae en diferentes formatos, a veces para la misma institución. Podrían enumerarse muchísimos otros ejemplos, pero solo mencionaré uno: en ocasiones se han rechazado propuestas de proyectos porque el tipo de letra con el que estaban impresas no correspondía al indicado en la convocatoria.

Estos lastres de la investigación española, que le restan competitividad, son de dominio público, de modo que traerlos a colación aquí resulta muy poco, o nada, original. Tal vez por eso quisiera concluir con unas reflexiones sobre un aspecto tal vez más sutil y desde luego menos conocido. Me refiero a la disposición emocional, al estado de ánimo que, en mi opinión, se registra en las estructuras de política científica, e incluso en muchos investigadores españoles. Hacer ciencia requiere entusiasmo (individual y colectivo), atrevimiento, dosis de autoconfianza, libertad de pensamiento, capacidad de arriesgar; ha de haber hueco para el error, para llevar la contraria, para discutir la autoridad sin temor. Los científicos deben ser “espíritus libres que se resisten a las ataduras que impone la sociedad" (Freeman Dyson). Me temo que en la ciencia española de hoy, sin embargo, predominan el conformismo, el pánico a equivocarse, el miedo a disgustar a los que mandan.

En cierto modo, hay un estado de postración que se traduce en amilanamiento. El animal amilanado se paraliza de terror ante un depredador, es incapaz de buscar soluciones nuevas para esa nueva dificultad. No sé si el “depredador” de nuestra historia es Hacienda, o el Gobierno en pleno, o un presentido e inexistente fantasma, pero se diría que los responsables de la política científica se sienten rehenes de quienes, pudiendo haber fulminado los planes de investigación o el CSIC, por decir algo, les han perdonado la vida. Lo que transmiten, entonces, es aquello tan viejo de “virgencita, que me quede como estoy”. Evitan hacerse notar explorando nuevas vías, no vayan las cosas a peor. Y ese recelo permea de arriba abajo, de forma que no es excepcional, por ejemplo, que las normas del Ministerio para participar en un proyecto, ya de por sí estrictas, se endurezcan por parte del CSIC, y las del CSIC se tornen a su vez más restrictivas por los directores de los institutos. Nadie quiere asumir riesgos que puedan perturbar al superior, lo que acaba llevando en ocasiones a que los propios investigadores reclamen prudencia a sus estudiantes. Ese caldo de cultivo difícilmente casa con la práctica científica a nivel internacional. Más bien conduce a la introversión, la rutina, el individualismo, la endogamia nunca superada, la mediocridad…

Soy consciente de que tal vez exagero, pues la edad puede sesgar mi juicio haciéndome añorar los “viejos tiempos de vino y rosas”. Pondré dos ejemplos para que juzguen ustedes mismos. No hace mucho, los investigadores del CSIC en Andalucía recibimos un “protocolo” a seguir en la difusión de nuestras actividades; en él no se nos pedía que nos abriéramos a la sociedad y contáramos más cosas sino, en primer lugar, que “para evitar desajustes” informáramos previamente al director del centro cada vez que pensáramos decir algo. En otro momento se nos ha explicado el motivo por el que uno no puede pedir vacaciones y aprovechar el viaje a un congreso científico para hacer, una vez terminado, algo de turismo: “Parecería que disfrutáis en lugar de trabajar, una mala imagen que pagaríamos todos”. En 1949 Konrad Lorenz escribió en su delicioso Hablaba con la bestias, los peces y los pájaros, que por cierto acaba de reeditarse: "Puede calificarse de afortunada una ciencia en la que la parte esencial de la investigación consiste en retozar por las orillas del Danubio y bañarse en sus aguas, desnudo y libre, en compañía de una manada de gansos silvestres". Estoy convencido de que ni afortunada, ni retozar, ni bañarse, ni desnudo, ni libre, serían términos bien vistos divulgando un trabajo de investigación en la España de hoy. Y eso que Konrad Lorenz obtuvo el premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1973.

La célebre disyuntiva entre morir en pie o vivir de rodillas ha sido expresada de diversas maneras y, según se cuenta, por muy distintos personajes, desde Calvo Sotelo al Che Guevara. Mi versión preferida se atribuye, con dudoso fundamento, a Emiliano Zapata, que habría dicho en “mexicano”: “Prefiero morir parado a vivir a gatas”. A ratos pienso con tristeza que la ciencia en España, tras unos prometedores lustros al alza, vuelve a caminar a gatas. Vacilante, insegura, sumisa, temerosa de alzar la cabeza y mirar al cielo. Costará arreglarlo.

Miguel Delibes de Castro es profesor ad honorem del CSIC y miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Fisicas y Naturales

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