Una ciencia sin estereotipos

La ciencia y la tecnología que con ella se produce se han convertido, como ya señalara a principios de este siglo Francis Fukuyama, en el motor fundamental de la historia, y por eso reconocía que no podría haber final de la historia mientras siguiera haciéndose ciencia. La percepción del impacto que el desarrollo científico ha tenido en nuestras vidas es hoy bastante clara para todos, y particularmente intensa entre los miembros de generaciones que vimos cómo era el mundo antes de los ordenadores personales o de la erradicación de la viruela. Y, sin embargo, no es exagerado decir que la imagen pública de la ciencia sigue anclada en estereotipos que no encajan en el modo en que realmente funciona; estereotipos que, en ocasiones, los científicos contribuyen también a difundir. Esto hace que la tarea de una divulgación científica que no esté centrada únicamente en los descubrimientos y los grandes experimentos, sino también en el modo en que la ciencia se produce, se haya vuelto muy necesaria.

Una ciencia sin estereotipos
NIETO

Tres tópicos en particular se han convertido en inamovibles y conviene revisarlos: el de que la ciencia nos proporciona conocimientos ciertos y demostrados, el de que lo hace gracias a un método especial llamado 'método científico' y el de que, siguiendo ese método, consigue alcanzar un conocimiento libre de valores y ajeno a cualquier interés particular. Hay quien cree que mantener estos tópicos es fundamental para defender a la ciencia del ataque de sus enemigos, que parecen haber proliferado en los últimos años de la mano de doctrinas irracionalistas y negacionistas. Yo creo, por el contrario, que esta imagen, por simplificadora, la debilita frente a ellos.

Para empezar, aunque el falibilismo defendido por Karl Popper en la segunda mitad del siglo pasado ha tenido una amplia acogida, o bien se asume demasiado acríticamente o bien se lo ignora, y en ambos casos se distorsiona con ello lo que la ciencia puede ofrecer desde un punto de vista epistémico. Popper sostuvo que en la ciencia no podemos decir nunca que hayamos encontrado una verdad definitiva, porque incluso nuestras mejores teorías podrían ser refutadas algún día. Creía, pues, que la ciencia era un conjunto de hipótesis siempre provisionales y, de hecho, falsas, solo que aún no sabemos detectar esa falsedad. Sin embargo, muchos filósofos de la ciencia encuentran excesivo este falibilismo radical. Hay ideas que en su día eran consideradas como teorías o hipótesis aventuradas y que están ya tan bien asentadas que, al menos en algunos aspectos, se consideran hechos indiscutibles, como que el ser humano es producto de una evolución biológica, que la estructura molecular del ADN es una doble hélice, que la energía se emite y absorbe en cantidades discretas o que los continentes se mueven.

Ahora bien, no toda la ciencia puede ofrecer esa seguridad. Popper acertó al subrayar la incertidumbre y la provisionalidad en las zonas de investigación de vanguardia, en las que las propuestas son todavía tentativas y los problemas ofrecen una especial dificultad teórica (como en el conocimiento sobre la estructura del universo) o práctica (como en el control de un virus de nueva aparición). No tiene sentido pedirle certezas a la ciencia en esos casos, como se hizo, por cierto, al comienzo de la pandemia de Covid. Bastante es que nos proporcione respuestas provisionales, pero mejor argumentadas y contrastadas que las que puedan darse fuera de ella.

En segundo lugar, es habitual recurrir a la existencia de un método científico, compartido por todas las ciencias desde el origen mismo de la ciencia moderna, que sería la garantía de los conocimientos obtenidos. Esta idea del método (planteamiento del problema, elaboración de hipótesis que puedan responderlo, contrastación empírica de las hipótesis, aceptación, reelaboración o eliminación de las hipótesis en función de los resultados, etc.) es una simplificación que puede cumplir una cierta función didáctica (y así lo presentó John Dewey por primera vez en 1910), pero carece de toda funcionalidad práctica en la investigación y, además, en esa forma general describe un procedimiento utilizado también fuera de la ciencia. Lo que permite a la ciencia obtener resultados interesantes y valiosos son las diversas metodologías concretas que los científicos emplean en cada campo, que pueden ser muy distintas unas de otras, y que van siendo perfeccionadas con el tiempo. En palabras de Lee McIntyre, la ciencia no se caracteriza por un método, sino por el mantenimiento institucional de una actitud crítica que permite la revisión constante de las propuestas y facilita la corrección de errores. Este disenso crítico es fundamental, puesto que sin él el progreso se estancaría, pero ha de tener también unos límites, de modo que quede fuera la crítica pseudocientífica o meramente ideológica.

Finalmente, sigue siendo habitual en la imagen popular de la ciencia la idea de que se debe buscar la objetividad dejando fuera cualquier influencia de los valores. Es el viejo ideal de la ciencia libre de valores, que cobró fuerza en la segunda mitad del siglo pasado y sirve todavía a muchos especialistas para juzgar cuándo un asunto está siendo estudiado con rigor o no. No obstante, hay mucho que matizar aquí. Desde hace décadas (Kuhn fue uno de los primeros) se conoce la importancia de los valores epistémicos en la ciencia (verdad, exactitud, fecundidad, contrastabilidad, simplicidad, capacidad predictiva, etc.). Nadie niega que estos valores juegan un papel central en su elaboración. El ideal de la ciencia libre de valores se ha reconducido, pues, a sostener que estos deben ser los únicos intervinientes y, por tanto, hay que dejar fuera a los valores no-epistémicos.

Pero incluso los valores no-epistémicos (morales, sociales, económicos, sanitarios, utilitarios, medioambientales, etc.) no han de ser vistos como factores ajenos a la propia ciencia y perturbadores de su desarrollo, sino que son en realidad elementos que conforman a menudo su práctica. Y esto vale no solo para las ciencias sociales, sino también para las naturales, al menos en algunos campos. Determinar, por ejemplo, cuál es el cauce ecológico de un río es un asunto en el que los valores no-epistémicos juegan un importante papel. La objetividad en la ciencia no se consigue desterrando de ella los valores, cosa imposible, sino dejando que influyan donde deben. Nadie pondría objeciones a que un investigador elija un tema de estudio porque lo considera más relevante que otros de acuerdo con sus creencias políticas, religiosas o éticas, mientras que sería rechazable que pretendiera que el resultado de un experimento es válido o que una hipótesis es cierta solo porque concuerda con algunas de esas creencias. Esta importancia de los valores es muy clara cuando, por ejemplo, el daño que un posible error puede causar en las personas es grande. En tal caso, estaría aconsejado subir los estándares de la prueba. En la ciencia esto es habitual y permisible. Los controles para establecer la seguridad de un medicamento son mucho más rigurosos que para un cosmético. Los valores importan.

Antonio Diéguez es catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Málaga.

1 comentario


  1. El señor Diéguez afirma que la "contrastación empírica de las hipótesis (...) carece de toda funcionalidad práctica en la investigación". Sin embargo, todas las verdades científicas (por ejemplo la deriva continental o el origen evolutivo del ser humano) han sido descubiertas gracias a la contrastación empírica de las hipótesis o, dicho con otras palabras, gracias a la verificación observacional de las explicaciones. Tal es precisamente el "método científico" aplicado con éxito durante siglos por las ciencias fácticas. Negarle a dicho método "toda funcionalidad práctica" constituye un disparate mayúsculo.

    Es cierto que el método científico "en esa forma general describe un procedimiento utilizado también fuera de la ciencia", pero esto no supone ningún problema. Dada la enorme "funcionalidad práctica" demostrada por la 'verificación observacional de las hipótesis', resulta lógico que también quienes no son científicos profesionales (por ejemplo los detectives de la policía o los bebés) utilicen con frecuencia dicho método.

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