Una cierta distancia

Apostaría cien doblones a que los comentaristas políticos, los editorialistas del momento y por supuesto la fauna de trepadores tertulianos, todos, o prácticamente todos, han votado en estas elecciones. No hace falta graduarse en Yale, basta con ver la hondura milimétrica de sus reflexiones. Están tan imbuidos de su propia inanidad que viven, se relacionan, comen, conspiran y hasta copulan - barrunto que poco y mal, a juzgar por el agriamiento de sus caracteres- con gente como ellos, votantes todos e interesados por razones, llamémoslas de oficio, en que el sistema siga. Dícese sistema al mantenimiento de una ficción sociopolítica: nosotros hacemos como si estuviéramos indignados y ellos hacen como si tomaran nota de nuestra indignación. Y la verdad, al margen del sistema, se reduce a que nosotros no estamos indignados, ni cabreados, ni de vuelta de todo, porque para eso hay que tomarse en serio la farsa y somos espectadores veteranos, muy veteranos.

No hay esperanza, o al menos yo por más esfuerzos profesionales que hago por hallarla no la veo por ninguna parte. Se nos fue el entusiasmo y nos queda la melancolía. Pero no se confíen y piensen, ellos, que nos vamos a callar, al contrario. Que no haya alternativa no significa que nos conformemos con la estafa, o lo que es lo mismo, en palabras del eminente pedagogo freudiano José Montilla: "en la abstención hay una cierta aceptación pasiva del éxito colectivo y del notable bienestar en las ciudades". He llamado a un ebanista para que me haga un presupuesto: ¿a cuánto me saldría grabar en madera de sándalo esa reflexión digna de Séneca, cordobés como Montilla?

El sistema es así de desvergonzado. Usted sale por las mañanas, muy de mañana, cuando se produce la gran mutación de la periferia, y pretende agarrar un tren, o subir a un autobús o apalancarse en un metro y empiezan a calentarse las calderas de su indignación, que seguirán subiendo a lo largo de la jornada en todo o casi todo lo que haga referencia a su ciudad, a la que ama como se quiere a una vieja dama, mitad mamá y mitad portera. Ninguno de esos caballeros y señoras que rigen los destinos urbanos y hasta patrióticos ha pisado un lugar común, salvo en las inauguraciones o durante las campañas electorales.

Fíjense si serán mandarines obtusos que siempre, unos u otros, tan similares, se quejan de que sus obras, sus buenas obras, no llegan a los ciudadanos porque no son suficientemente publicitadas. El problema no son ellos, abnegados servidores de lo público, sino nosotros que como siempre no nos enteramos. Y pensar que este sistema de pensamiento, por llamarlo de alguna manera, lleva ya siglos de vigencia.

La abstención empieza a ser un pecado nefando que debe ocultarse a la ciudadanía de bien. ¡No vaya a ser que cunda la alarma! En Estados Unidos, espejo del planeta, nadie se pregunta por qué la abstención es la norma ciudadana más seguida. Lo importante es quién ganará, si los demócratas o los republicanos. Está impuesto en la cultura política norteamericana que la abstención no es un derecho sino una norma de conducta aplicable a los que no cuentan. El sistema político puede pasar sin ellos, y así lleva ya mucho tiempo sin que apenas nadie se alarme. Nosotros somos pueblos viejos y demócratas bisoños, por lo que esto de la abstención no está bien airearlo.

El juego de partidos es una inversión, y además rentable, de alta rentabilidad conviene añadir. Está basada en el principio de superioridad de la competencia frente al monopolio. No hay por tanto querencia alguna contra los partidos políticos, al contrario. Una democracia sin partidos sería una contradicción en los términos, pero cabe añadir que todo partido en democracia es un comedero, y si no es comedero no es un partido en su sentido genuino. Quizá la palabra comedero tenga connotaciones demasiado plásticas y para los profesionales del asunto les parezca ofensiva, pero que lo piensen bien un rato y percibirán la exacta rotundidad del vocablo. Un partido en la concepción actual de la cosa si no está en condiciones de dar de comer y muy bien a una parte fundamental de su militancia debe cerrar. Y fíjense qué precisión: pueden tener en su seno todas las diferencias del mundo, pero si no logra alcanzar esa condición de comedero, a cerrar. Esta es una condición sólo aplicable a la democracia, porque en situaciones de clandestinidad o emergencia, un partido es muchas otras cosas, mejores y peores.

Tenemos actualmente en Barcelona, segundo polo de irradiación cultural de España, no me canso de decirlo, una inteligencia corta y corrupta, dos términos que separados tienen aire propio, pero que juntos son letales. Hubo generaciones culturales más corruptas, pero más largas de caletre. Cuando me refiero a la inteligencia quiero indicar las figuras culturales que son referentes para una buena parte de la ciudadanía; los que marcan la pauta, hacen análisis y supuestamente crean una cultura propia. ¿Qué cojones nos importa la abstención si tenemos garantizada la subvención? Cuando oigo que algunas mentes privilegiadas que hasta ahora, y mientras ganaban los suyos, tenían programas de radio, de televisión, regalías culturales de vellón, ahora que pierden, proponen listas abiertas. Sin entrar a valorar la dificultad operativa de las listas abiertas en un sistema de partidos, tengo serias dudas de que por el hecho de poder votar al tiempo al socialista Hereu, el convergente Trias y el buen rollito Mayol, alguien se decidiera a sumarse al jolgorio. La gente no va a votar porque no está por la labor de tomarse el esfuerzo de encontrar diferencias entre Hereu, Trias o Mayol. La gente no va a votar porque ha descubierto que su interés por la ciudad y el acto de votar, a uno u otro, no tienen relación. No es desinterés por la ciudad, al contrario, nunca fue tanto y tan desesperado, pero se toman una cierta distancia de ese juego. ¡Ya que luego van a hacer lo mismo, que jueguen ellos solos, sus familiares, amigos y empleados! No hay indignación ni rechazo a la clase política, hay algo más sentido y desesperado. Hay desdén; esa cierta distancia entre lo que se debe hacer y la convicción de que no lo van a hacer. Cuando estamos de más no votamos. Es un privilegio de los pasados dignos; si no me necesitan, que se lo monten con la guardia urbana.

Yo no soy un clandestino; hace ya muchos años que me prometí no volver al seudónimo, ni afiliarme a nada, ni sacarme carnet que no fuera de bibliotecas. Me abstuve. Ni siquiera dediqué una sola línea a la campaña y a sus candidatos. Me aburrían todos - en diferentes grados, es verdad-, pero todos. No veía razón alguna para votar y no estaba dispuesto una vez más a repetir el juego maléfico de votar a la contra - esa forma aviesa y un tanto ridícula de votar a uno que no te gusta para que no salga vencedor otro que te gusta menos-. Harto de votar en blanco, por primera vez me abstuve. Hay gente tan imbuida de su carácter gregario que afirman, y sin ruborizarse, que quien no vota no tiene derecho a protestar. El derecho a la protesta no lo otorga el voto, imbécil, lo da la responsabilidad del ciudadano. Por esa razón, muchos se callaron durante la dictadura y otros arriesgaron su vida. Por cierto, que uno de los lemas que recuerdo de las elecciones a procuradores en Cortes del franquismo fue precisamente ése: si no votas no tienes derecho a quejarte.

Estoy en mi derecho de manifestar que me abstuve y aunque no me represento más que a mí mismo, y no siempre, los análisis de los sesudos comentaristas votantes - qué gozada si alguno de ellos cometiera el desliz de confesarnos qué ha votado en la intimidad, cosa impensable porque aún recuerdo la indignación de esos columnistas del cazo cuando alguien pretendió hacer públicas sus asesorías políticas-, esas pretendidas reflexiones de hondo cavilar sobre el abstencionismo galopante me evocan las explicaciones de los curas de aldea cuando exponen a la parroquia, toda creyente por supuesto, en qué consiste ser ateo. Es lo más parecido, se lo aseguro yo, que lo he vivido. Porque el bueno del sacerdote debe encontrar una explicación que no afecte a la solidez de las creencias y que, sobre todo, no incite a la duda. Exactamente igual que se hace ahora para pasar de contrabando, casi clandestinamente, la existencia de una abstención consciente y que no por casualidad afecta a sectores altamente sensibilizados de la sociedad, en general situados desde el centro hasta la izquierda radical. Tampoco es casualidad que nuestro genios del análisis local no precisen la inmarcesible solidez del voto PP; inmutable, apenas sube o apenas baja, como un club social, el chiringuito de los hermanos Dalton-Fernández Díaz.

Como probablemente ustedes no lo habrán leído se lo voy a contar. En Barcelona han votado 611.941 personas y se han abstenido 622.370, lo que sumado a los incorruptibles votos en blanco (24.754) ofrecen una perspectiva nueva de rechazo mayoritario, imprescindible para analizar la sensibilidad política de una ciudad que siempre se distinguió por un olfato especial para detectar la diferencia entre lo nuevo y lo viejo. Lo cual no quiere decir que siempre apostara por lo nuevo. Pero así estamos, con nuestra inteligencia teologal empeñada en explicarnos que todos los caminos llevan al cielo, que todos acabaremos más tarde o más temprano orinando aromas de Montserrat, y que cuatro años dan para mucho, incluso para olvidar. Quizá sea el fenómeno más notorio de nuestro tiempo, la capacidad para olvidar. A mediados de los años 40 del pasado siglo, apenas terminada la Guerra Civil y la mundial, la gente de La Codorniz animó a ponerse en la solapa una insignia donde se podía leer: "No me cuente Ud su vida, yo también he sufrido mucho". Nunca hubiera pensado que ese lema se convertiría en modo de conducta muchas décadas después.

Gregorio Morán