Una condena bien anulada

La sentencia del Tribunal Constitucional (TC) del miércoles pasado, que anula otra del Tribunal Supremo (TS) que condenaba a Alberto Cortina y a Alberto Alcocer, los Albertos, por una operación de los felices 80, ha sido recibida con división de opiniones. Sin embargo, el TC tiene toda la razón, y el TS nunca debió dictar la sentencia que dictó, sino que debió conservar la atinada resolución absolutoria de la Audiencia de Madrid. No voy a entrar en los ataques tan inicuos como políticamente sectarios que ven en la decisión del TC apestosos intereses. Vienen de donde imagina el lector.

Me interesa, en cambio, salir al paso de algunas críticas apresuradas, pero dignas de ser tenidas en cuenta por venir de relevantes autoridades jurídicas y judiciales. Se ha dicho que los amparados por el Constitucional se irán de rositas, que ni irán a la cárcel ni deberán pagar lo que deben. En primer término, el sistema penal no es el idóneo para cobrar deudas. En segundo, por razones de seguridad jurídica y de eficacia, la puerta de los juzgados no está siempre abierta: las acciones para perseguir delitos tienen un plazo de prescripción: es un método de abandono de la sanción penal esencialmente práctico.

La cuestión que se ha debatido es si la acción para perseguir presuntos delitos cometidos por los Albertos y otras personas había prescrito. El Código Penal, en función de la gravedad de las infracciones, establece unos plazos de prescripción más o menos largos. Esos periodos se interrumpen, y vuelven a contar desde cero, si el procedimiento se dirige contra un sujeto. Desde mediados de los años 60, el Tribunal Supremo había mantenido una doctrina clara y pacífica: la prescripción se interrumpía cuando se abría un procedimiento contra un sujeto. Pero, desde el caso Marey (1997), no ha hecho más que desdibujarse el momento en que entra en juego la prescripción. Ahora, por regla general, basta, en lugar de la formalización judicial de un procedimiento, con la mera presentación de una denuncia o querella, sin necesidad de identificar los sujetos. La ley, que no ha cambiado, sigue requiriendo la necesidad de un procedimiento.
Pues bien, en el caso de los Albertos, si bien la Audiencia admitió la prescripción, el TS sentenció que el caso no había prescrito y condenó a los ahora amparados constitucionalmente. Para establecer la prescripción, en un rocambolesco razonamiento, el TS admitió como causa de interrupción de la prescripción una querella de particulares --los afectados por las operaciones imputadas a los Albertos-- que era gravemente defectuosa: la acción penal se ejercitó tarde y mal. Ese esencial defecto cae dentro de la competencia de los interesados que no atinaron a defender correctamente sus intereses; no olvidemos que se trataba de accionistas y de compañías mercantiles, se supone que debidamente asesorados, y no de desvalidos sin techo.
Se ejercitó mal la acción penal, pues se incumplió la ley procesal sobre querellas: no se utilizó, como es universalmente conocido, un poder especial para interponerla; además, el defecto, mal subsanado, se pretendió corregir una vez que ya había vencido el plazo para ejercer la acción. Así y todo, como había destacado anteriormente el TC, la mera interposición de una querella no interrumpe la prescripción, si no es necesaria su admisión a trámite por el juez de instrucción. O sea, que la acción estaba destinada al fracaso. Por lo tanto, nada hay de maniobras ocultas de poderosos moviendo los hilos de lo inamovible.

Esta resolución del TC alimenta la pugna que el TS mantiene con nuestro más alto tribunal. Así, el propio TS en su nota de ayer alega que sentencias como estas invaden la jurisdicción ordinaria. Pues bien, ese alegato es incorrecto. Al margen de otras consideraciones, y sin entrar en vericuetos jurisdiccionales, lo cierto es que si, como señala la Magna Carta, el TC tiene la jurisdicción suprema en España en materia de garantías constitucionales, será materia constitucional todo lo que el TC diga que es materia constitucional. Una aplicación de la ley ordinaria que vulnere derechos fundamentales ya no es una cuestión de legalidad ordinaria. De no ser así, la última palabra en el tema de las garantías sobre la libertad la tendría la jurisdicción ordinaria y no el TC. Como es obvio que ni es ni puede ser así, la discusión no da para mucho más. Y es más: es la pauta en el derecho comparado.

Si el Tribunal Constitucional entendió --como en general la doctrina-- que el Supremo había vulnerado las garantías de los recurrentes en amparo al condenarlos, al interpretar que la acción penal no había prescrito, cuando había sucedido lo contrario, no solo no hay nada que oponer, sino que hay que aplaudir que se haya restablecido el derecho.

En el fondo, lo que el TC ha llevado a cabo ha sido una tarea que ya hizo en su momento la Audiencia de Madrid: separar la moral del derecho penal. Y lo ha hecho, como es habitual, con extrema delicadeza. Merezcan la opinión que merezcan los pelotazos y los pelotaris, estos solo merecen el castigo penal que se obtenga tras el proceso debido legalmente. Tal derecho nos los da a todos nuestro Estado de derecho. Y no es renunciable.

Joan J. Queralt, catedrático de Derecho Penal de la UB.