Una conquista de la democracia

Hace años, Francisco Comín, nuestro mejor historiador de la hacienda, recordaba un axioma que compartiría cualquier especialista en la cosa pública: la clave del desarrollo de todo Estado radica en sus impuestos. Es una de las razones que explican la juventud de nuestro Estado de bienestar: hasta los años setenta del siglo XX siguió vigente el sistema tributario erigido en 1845. Nadie pensaba entonces que el Estado debiera intervenir en la sociedad, ni cumplir otras funciones que las mínimas para su supervivencia: defensa, orden público, diplomacia y algunas infraestructuras básicas. La administración tributaria, enteca, carecía de estadísticas sobre la riqueza, no había inspección, el fraude era ingente y el reparto de la carga tributaria, injusto.

No era nada dispar respecto a lo que ocurría en nuestro entorno. Pero la distancia con los grandes Estados europeos creció al avanzar el siglo XIX, conforme éstos desarrollaron la administración fiscal y adoptaron impuestos modernos, como los tributos sobre el capital o la renta. Esto ayuda a explicar que en 1900 el porcentaje del gasto público sobre renta nacional en Francia, Alemania o Reino Unido oscilara entre el 15% y el 17%, mientras en España permanecía bajo el 10%. Sí es cierto que en el primer tercio del siglo XX los Gobiernos españoles remozaron tímidamente los impuestos, mientras prosperaba nuestra economía. Algo se desarrolló la administración, en 1900 se estableció un tributo sobre el capital y en 1932 la República creó la Contribución General sobre la Renta. Y aunque el reparto de los impuestos siguió siendo injusto y el sistema tributario ineficaz, estos cambios permitieron gastar más en educación y obras públicas.

Todo lo avanzado al comenzar el siglo XX se perdió en la dictadura, cuando Franco sacrificó el bienestar del país a la persecución de una absurda utopía: la convicción de que la economía española podría aislarse del exterior, eludiendo cualquier dependencia internacional, nutriéndose solo de la producción patria. Es lo que un iluminado gestor calificó entonces como “el ciclo cerrado del bastarse a sí mismo”. El onanismo autárquico empobreció al país: hasta los años cincuenta, el producto interior bruto no alcanzó los niveles de 1935 y ello propagó la miseria entre la mayoría de los españoles.

La brecha con nuestros vecinos europeos se ensanchó. Tras la guerra mundial, los países de Europa occidental multiplicaron la inversión estatal con el fin de reconstruir las infraestructuras dañadas. Además, establecieron una amplia gama de servicios sociales básicos financiados por el Estado para consolidar las democracias y reducir la desigualdad social, una de las razones que alentaron la expansión de ideologías totalitarias en los años treinta. Así nació el Estado de bienestar, y para que ello ocurriera los Gobiernos modernizaron los sistemas fiscales y se endeudaron sin los complejos que había exigido la ortodoxia financiera de antes de la guerra.

España avanzó en dirección contraria. Lejos de estimular la inversión estatal, la política fiscal siguió anclada en el dogma prebélico del equilibrio presupuestario. En lugar de buscar el consenso social, la dictadura se asentó sobre la represión. El aislamiento internacional bloqueó hasta los años cincuenta la afluencia de capitales que impulsaran el desarrollo económico. Los avances experimentados en la modernización del sistema tributario fueron neutralizados y como tampoco mejoró la inspección tributaria, el fraude campó a sus anchas. Ni existía la voluntad de generar un consenso social sobre la base de un Estado que redistribuyera las rentas y limara las desigualdades, ni los ingresos fiscales lo hubieran permitido. Por ello, al acabar la dictadura el gasto público no alcanzaba al 23% de la renta nacional, mientras que en Francia, Alemania o Reino Unido rondaba el 50%.

El Estado de bienestar solo pudo llegar con la democracia: fue una conquista democrática. Sus trazas generales se gestaron en los Pactos de La Moncloa de 1977. Entonces la mayoría de los actores políticos y sociales compartían una certeza: solo un alto grado de cohesión social permitiría superar la grave crisis económica de los años setenta, modernizar el país y alcanzar el desarrollo de nuestros vecinos. Para lograr dicho objetivo, el Estado debía impulsar activamente la economía y redistribuir la riqueza mediante una panoplia de políticas sociales que incluían la seguridad social, y la educación y sanidad públicas.

La convicción política de que el bienestar debía extenderse entre la ciudadanía abrió la puerta a la reforma tributaria que desbloqueó la expansión del gasto público. Y la reforma funcionó porque el Estado desarrolló la administración y la inspección fiscal, pero también porque muchos ciudadanos entendieron entonces que pagando impuestos contribuían a construir un futuro más equilibrado y justo. En 1977-1978, las Cortes aprobaron el actual impuesto sobre la renta y el impuesto sobre el patrimonio; en 1985 llegó el impuesto sobre el valor añadido. El alza en los ingresos y una ambiciosa política de endeudamiento dispararon el gasto en pocos años a rebufo de las políticas sociales: si en 1975 representaba el 23% del PIB, en 1990 llegaba al 43,4%, cifra no muy alejada de Francia, Alemania o Reino Unido. Al acabar el siglo XX, la inversión en educación pública era 10 veces mayor que en 1975; en seguridad social y pensiones, 20 veces mayor; en sanidad pública, 100 veces mayor.

Este aliento impregnó el texto de la Constitución de 1978, cuyo artículo 40 encomienda a “los poderes públicos” la promoción del “progreso social y económico”, palabras que entonces iban unidas porque el segundo no se concebía sin el primero. Es interesante leer hoy en día el articulado económico y social de la Constitución. Más de uno se llevará una sorpresa al ver reconocida la supeditación de la riqueza al interés general (art. 128) o la posibilidad de que el Estado planifique la actividad económica para “atender a las necesidades colectivas” (art. 131).

Resulta paradójico que quienes con más fuerza proclaman hoy la defensa de la Constitución atenten desde el Gobierno contra el espíritu que impregna sus artículos económicos: la erosión del Estado de bienestar o la adopción de medidas que aumentan la desigual distribución de la riqueza están en las antípodas de la búsqueda del consenso social que alentó la política en la Transición. Y llamativo resulta, también, que quienes denuncian lo que califican como “régimen del 78” y defienden las políticas sociales frente a las agresiones del Gobierno actual no acepten que el Estado de bienestar hunde sus raíces en la Transición, que solo pudo llegar acabada la dictadura y que fue una conquista de la democracia forjada en aquellos años. Puestos a reivindicar nuestro Estado de bienestar, bueno será que sepamos de dónde viene.

Miguel Martorell Linares es profesor de Historia Social en la UNED.

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