Una Constitución indígena para Chile que anula la democracia

Al menos se han cumplido los plazos. La Convención Constitucional chilena, que tenía el mandato de un año para entregar el proyecto de una nueva Constitución, presentó definitivamente su texto el pasado lunes 4 de julio y el resultado no ha podido ser más decepcionante [puede leerse aquí].

Serán los ciudadanos del país andino los que tendrán la última palabra el próximo domingo 4 de septiembre en un plebiscito con voto obligatorio donde sólo existirán dos opciones: apruebo o rechazo a esta peculiar propuesta emanada de un órgano nacido tras el llamado “estallido social” de octubre de 2019. Una ola de atentados contra bienes públicos sin precedentes, donde se asaltaron y quemaron más de 70 estaciones de metro en Santiago de Chile, y donde se destruyó la propiedad privada de miles de empresarios en todo el país.

El anterior presidente, Sebastián Piñera, no supo afrontar este terrorismo callejero y firmó con la oposición, el 15 de noviembre de 2019, el llamado “Acuerdo por la paz y la nueva Constitución”. La paz nunca llegó, pero la Convención Constitucional se puso en marcha con una composición mayoritaria de extrema izquierda, consecuencia del miedo y la polarización de aquel momento.

Nada que ver con la realidad política de Chile, donde la derecha disputa la mayoría social, casi al 50%, con una izquierda moderada que ha gobernado el país durante los últimos 30 años. Las elecciones presidenciales y legislativas del pasado mes de diciembre han vuelto a constatar esta realidad de empate electoral entre estos dos sectores políticos.

Al final son 388 los artículos aprobados, aunque algún borrador llegó a superar el número de 500 en su articulado (intentando regular y controlar todo desde el Gobierno y estableciendo muy poco control y garantías de los ciudadanos frente al poder). El texto propuesto es casi una fotocopia de la Constitución de Bolivia que con sus 411 ha sido su gran referente. Y está muy alejada tanto en el fondo como en la búsqueda de consensos, que han brillado por su ausencia, de los 169 artículos de nuestra Constitución española de 1978.

Un texto que ha quedado distribuido en 12 capítulos y un preámbulo que deja claro, desde su comienzo, cuál es el talón de Aquiles de una pesada redacción que se extiende a lo largo de 178 páginas: “Nosotras y nosotros, el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones, nos otorgamos libremente esta Constitución, acordada en un proceso participativo, paritario y democrático”.

Porque si algo caracteriza el nuevo proyecto constitucional chileno, por encima de su pretendido carácter social, con innumerables y repetitivos derechos colectivos y públicos que intentan poner punto final a la iniciativa privada de carácter liberal que ha liderado la educación, la sanidad y las pensiones en este país durante los últimos 50 años, es la dimensión indígena asfixiante que inunda todo su articulado.

Unas naciones indígenas preexistentes al Estado y a la nación chilena que son mencionadas expresamente en el artículo 5 de la propuesta: los Mapuche, Aymara, Rapanui, Lickanantay, Quechua, Colla, Diaguita, Chango, Kawésqar, Yagán, Selk’nam y otras que podrán ser reconocidas en un futuro. Algunos de estos pueblos eran hasta ahora desconocidos para la mayoría de los chilenos, no llegando los más pequeños a los 2.000 integrantes, como es el caso de los Yagán, habitantes de islas pequeñas en el extremo más al sur de la Patagonia.

Una sobredimensión racista ajena a un pueblo eminentemente mestizo e integrador de etnias y orígenes desde hace varios siglos, y con una fuerte y variada emigración tanto europea (española, italiana, croata y alemana) como oriental (siria y palestina).

El último censo realizado en 2021 cifró en 2.185.792 el número de personas que se autoidentificaron como indígenas. Es el equivalente al 12% de la población de un país con cerca de 18 millones de habitantes. El pueblo mapuche en la Araucanía (centro de Chile) es el más numeroso, con casi 1.800.000 personas, seguido de los aymara (en el norte), en torno a los 160.000. Más alejado aparece el pueblo diaguita (en la Patagonia más austral), que no alcanza los 90.000 habitantes.

Según el texto presentado, estas pretendidas naciones indígenas no gozan únicamente del derecho a la autonomía y el autogobierno. Tienen un cupo de representación ampliado a su porcentaje en el Congreso, y gozan de la facultad de impedir cualquier tipo de reforma política o administrativa que afecte a sus derechos ancestrales o forma de entender la vida individual o tribal (el texto reconoce incluso el derecho a la medicina indígena), cargándose de esta forma el concepto único de soberanía nacional del que sería titular el pueblo de Chile a través de sus representantes e instituciones.

Con esta división plurinacional, deja de existir de facto la nación en su sentido tradicional, retrocediendo a una organización tribal de la comunidad que nada tiene que ver con la libertad, la igualdad y la solidaridad de un Estado democrático.

En definitiva, es un texto que, en lugar de unir, divide aún más a los chilenos (de primera o de segunda clase según su origen o condición racial). Suprime la igualdad de todos ante la ley (los pueblos indígenas gozan de una sobreprotección constitucional con derecho de veto ante cualquier tipo de reforma). Elimina el Senado y consagra la partitocracia a través de un sistema unicameral de carácter proporcional, con la irresponsabilidad de dejar la organización territorial y las competencias autonómicas abiertas (como sucedió en España con las consecuencias que aún estamos padeciendo).

Y, por si lo anterior no fuera suficiente, aparece la guinda de la eliminación del Poder Judicial, como contrapeso de los otros poderes del Estado y garante de los derechos de los ciudadanos, y en su lugar se crea un “Sistema de Justicia” sin codificar donde se reconocen la prevalencia de cualquiera de las llamadas “Justicias indígenas” desconocidas hasta este momento.

Es tal el escándalo que ha surgido en el país andino ante un texto tan fuera de la realidad y del contexto histórico que son muchos los líderes de opinión y políticos de la izquierda chilena que ya han anunciado que votarán rechazo el próximo 4 de septiembre.

A modo de ejemplo, todo un sector de la centroizquierda se han agrupado en una plataforma “Los Amarillos”, que lideran el rechazo a esta propuesta y han sido importantes las manifestaciones en contra realizadas por la exministra socialista de Michael Bachelet, Vivianne Blanlot y el exdiputado socialdemócrata del Partido Por la Democracia Pepe Auth, que incluso ha publicado un análisis donde, basándose en la segunda vuelta de las presidenciales del pasado mes de diciembre, augura un triunfo del rechazo sobre el apruebo por cerca de 7 puntos (53,4%-46,6%).

Todas las encuestas de opinión indican lo mismo: una ventaja de la oposición al proyecto constitucional que ya se sitúa en los 10 puntos de diferencia. Y en Chile las encuestas suelen acertar. Ya no se trata de una pugna entre la izquierda y la derecha chilena, ni una disputa entre la Constitución llamada de Pinochet (Ricardo Lagos la reformó en 2005) frente a un proyecto de reforma al que la derecha ya se ha abierto a mantener a partir del 5 de septiembre. La disputa del 4 de septiembre es completamente distinta.

Quedan 9 semanas y media de campaña. Como toda pugna política en Chile, será de lo más caliente. El único derrotado si triunfa el rechazo sería el actual presidente, Gabriel Boric, que ha ligado su programa de Gobierno a esta reforma constitucional. Él, su coalición de extrema izquierda (Frente Amplio) y el Partido Comunista de Chile son los únicos que defienden esta propuesta. Una Constitución que, de ser aprobada, supondría iniciar una senda indigenista para Chile bajo la interpretación del marxismo iberoamericano del siglo XXI: el bolivarismo. Un desastre sin paliativos.

Javier Castro-Villacañas es abogado, periodista y autor del libro El fracaso de la monarquía (Planeta, 2013).

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