Se repite con cierta ligereza que la Constitución española «no es militante» en el sentido de que, por ser una «Constitución abierta», acoge con los brazos extendidos cualquier proyecto político. No habría tabúes, como los incorporados a otras constituciones. Discrepamos de esta idea: por el contrario, defendemos que nuestra Constitución es militante. «Abierta», sí, en determinados aspectos, pero (por suerte) firmemente militante en otros.
Su carácter «abierto» es fruto en buena medida de la generosidad de los consensos de la Transición, una época bendita en la que no se había inventado el «no es no», sino que se practicaba cotidianamente la renuncia de los grupos representativos a sus planteamientos cuando ello venía exigido por una negociación para alcanzar una mejor concordia. Pero eso no significa que no haya en ella unos principios y una estructura indisponibles, unas vigas insustituibles, que no pueden tocarse sin contribuir a su quebranto. ¿No es militante la Constitución cuando su Preámbulo proclama que «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político»? La Constitución, al hacer estas afirmaciones en su frontispicio, anuncia su condición militante porque «apoya determinado proyecto» (DRAE), cabalmente el del sistema político expresivamente definido en ese texto.
Y esta tesis es la que debemos defender, sin ambigüedades, quienes en su contenido creemos y no aceptamos que se haga con él saldo o remate. Solo las organizaciones políticas que descreen de ella, que la intentan minar a diario - de las que hay larga muestra en las Cortes y desgraciadamente en el Gobierno o apoyándolo- pueden apuntarse a la tesis del carácter «no militante» de nuestra Constitución. Y lo hacen con tanta perfidia como gozo.
Nosotros, por el contrario, debemos insistir en que la Constitución milita cuando, por ejemplo, establece una tabla de derechos y deberes fundamentales. Pensemos en la abolición de la pena de muerte, que implica que quien, involucrado en acciones terroristas, haya cometido un asesinato, como autor, cooperador o cómplice, debe ser expulsado del sistema político representativo. Del mismo modo en nuestra Constitución está anclado el principio de presunción de inocencia, y anclar quiere decir «aferrarse tenazmente a una idea o actitud» (DRAE). Y así podríamos seguir con una retahíla extraída de su Título I.
Igualmente la Constitución milita cuando exige respetar la división de poderes o cuando declara la inviolabilidad de diputados y senadores dentro del ejercicio de sus funciones para que puedan desempeñarlas con libertad. O cuando proclama la independencia judicial o la protección de las costas, las playas o los bienes comunales.
Si no fuera suficiente, todo ello se ha visto reforzado por nuestra incorporación a la Unión Europea. Porque también la Europa de los Tratados es militante, al hospedar los valores del pluralismo, no discriminación, tolerancia, justicia, solidaridad... En su bandera lucen estrellas como la Carta europea de derechos fundamentales, vinculante en España, que, entre otras exigencias, patrocina la libertad de pensamiento, conciencia y religión, asegura la de empresa y la propiedad o garantiza «el derecho de los padres a la educación y enseñanza de sus hijos conforme a sus convicciones religiosas, filosóficas y pedagógicas».
Son quienes ignoran que nuestra Constitución alberga principios y procedimientos precisamente militantes quienes permiten los atropellos que a diario cometen el Gobierno y sus socios. Uno de los firmantes de este artículo ha contribuido a enumerarlos en el libro colectivo, propiciado por el Colegio libre de eméritos, titulado España, democracia menguante. Hagamos recuento de algunos de ellos.
La degradación normativa: leyes que han surgido de iniciativas parlamentarias con el fin de evitar preceptivos informes jurídicos y que alcanzan, en un soplo, la publicación en el Boletín Oficial omitiendo una suficiente deliberación parlamentaria. Como luego se comprueban sus efectos nocivos (por ejemplo, cientos de rebajas de penas), es necesario modificarlas con la misma o parecida imprudencia. O proyectos, como el de la función pública, que incluye la posibilidad de que durante unos meses el Gobierno haga y deshaga en cuerpos, escalas y puestos lo que está reservado a la ley (por cierto en otro de sus principios militantes, artículo 103. 2).
Todo ello en unas Cortes donde sus Presidencias más parecen atender a los dictados del Gobierno que a su verdadera función constitucional. Y donde los diputados y senadores han de seguir la indicación de apretar un botón al votar, a riesgo de ser multados, contradiciendo la prohibición militante del mandato imperativo. Item más: acuerdos del Congreso declarando la «urgencia» de alguna tramitación (el caso vergonzoso de las ayudas a los afectados por la ELA o decenas de decretos-leyes) que luego, gracias a sucesivas y descaradas prórrogas del trámite de enmiendas, se pasan meses y meses sin que nadie las despabile.
¿Más ejemplos? Nombramientos para cargos constitucionales delicados a favor de personas que se hallan políticamente contaminadas por las funciones que han asumido con anterioridad (Fiscal General del Estado y magistrados constitucionales). O procediendo al nombramiento de la dirección de RTVE sin participación de los grupos parlamentarios, lo que en aplicación del militante artículo 20 fue declarado inconstitucional. Si no abandonamos la senda de los desmanes anotaremos la creación, para beneficiar a una comunidad autónoma que había vivido un golpe de Estado organizado por sus autoridades, de una «mesa de diálogo sobre todas las propuestas presentadas» con «libertad de contenidos» sin más límites «que el respeto a los instrumentos y principios que rigen el ordenamiento jurídico democrático». Aquí se ve con transparencia cómo la Constitución es, para quienes firman ese pacto infame, un papelucho sin unos preceptos que merezcan ser tomados en serio. Justo lo contrario es lo que sostenemos quienes defendemos su carácter militante, a favor del modelo de Estado de Derecho del que hablan el Preámbulo y el Artículo 1.
Avanzando por ese camino nuestra vista quedará herida al contemplar la clamorosa inejecución de sentencias para garantizar la enseñanza del castellano en Cataluña, haciendo mangas y capirotes con el principio militante de la Constitución que atribuye a los jueces la potestad de juzgar y de hacer ejecutar lo juzgado (artículo 117. 3).
En fin, porque la desconsideración al orden constitucional es tan continua, preciso es crear barricadas argumentales para defenderse. Evoquemos lo ocurrido con la fórmula de acatamiento de la Constitución, deformada con desvergüenza con el fin de significarse con florituras disparatadas. Pregúntense los presidentes del Congreso y del Senado cómo reaccionarían si a algún diputado o senador se le ocurriera, a la hora de tomar posesión, invocar las Leyes Fundamentales de la dictadura franquista expresamente derogadas por la militante cláusula derogatoria de la Constitución.
Podríamos seguir la letanía... Es, creemos, suficiente lo expuesto para que tengamos constancia de que defender el carácter no militante de la Constitución de 1978 poco favor le hace justo cuando más necesitada se halla de asistencias y ayudas como consecuencia de las pedradas que a diario recibe y no desde apostaderos de forajidos, sino desde el corazón mismo de las instituciones del Estado.
Se impone sostener lo contrario, a saber, que la Constitución acoge ingredientes indispensables (militantes) para mantener en pie el Estado de Derecho liberal, social y democrático que estamos obligados a proteger porque enfrente se hallan quienes, a la larga o a la corta, pretenden instaurar un Estado totalitario o corporativo y/o una España fragmentada.
Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes son catedráticos y autores de 'Panfleto contra la trapacería política. Nuevo retablo de las maravillas' (Editorial Triacastela, 2021)