Una Constitución para el siglo XXI

Conmemoramos el trigésimo aniversario de la Constitución de 1978. Nuestro gran pacto político de convivencia nacional. «La Nación española -afirma su Preámbulo- deseando establecer la justicia... (se da) la siguiente Constitución». Una celebración que debe atender dos diferentes perspectivas temporales de forma simultánea y complementaria. Una primera, que mira al pasado. Otra segunda, que lo hace al futuro. De no ser así, corremos dos peligros ciertos: bien brindar un juicio excesivamente edulcorado de sus indiscutidos logros y bondades, bien realizar un enjuiciamiento injustamente crítico y frustrante sobre su vigencia actual y sus perspectivas de eficacia futura.

En lo atinente al pasado, la Carta Magna es la primera de nuestra Constituciones modernas. Una Constitución de todos y para todos los españoles, que ponía término a un constitucionalismo convulso, quebrantado y en ocasiones cainita. Una Constitución que, como expresión de consenso, representaba las más variadas ideologías -liberal, demócrata cristina y socialdemócrata- frente al constitucionalismo anterior de bandería, grupo y facción. Una Constitución que, como Constitución normativa -según la clasificación de Loewenstein- acomodaba sus normas a la situación política del país: es como un traje que sienta bien. Una Constitución que no sólo fijaba la ordenación de la coexistencia social y política, sino que se configuraba como una norma jurídica aplicable. Y no una disposición cualquiera, sino la preeminente y superior norma normorum -en expresión kelseniana-, la norma en que se asienta la validez del ordenamiento jurídico. Una Constitución que satisfacía el mandato del artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789: «Toda sociedad en la que no se reconocen los derechos fundamentales, ni el principio de separación de poderes carece de Constitución». Esto es, una Constitución que insufla un régimen constitucional, una Constitución erigida sobre el principal valor ciudadano: la libertad. Una Constitución que sabía dar respuesta -con las fallas de cualquier obra humana- a las cuestiones que habían imposibilitado nuestra convivencia civil: la sumisión del poder militar al poder civil; la forma de Estado, hoy articulada sobre una Monarquía parlamentaria -cuyo titular desplegó un papel fundamental en el desmantelamiento de las estructuras franquistas y en el impulso, llamado con razón «el motor del cambio», de la Transición-; la aconfesionalidad del Estado con el paralelo respeto a la faceta religiosa de la persona; la compatibilidad entre el derecho a la educación, competencia irrenunciable del Estado, y la libertad religiosa, es decir, el derecho de los padres a escoger la formación más conveniente para sus hijos; y una intensa descentralización, el Estado de las Autonomías, que no es meramente regional, pero tampoco estructuralmente federal, aunque su grado de descentralización no sea menor.

Aunque, afirmado ello, no podemos dejar de referir las insatisfacciones del momento actual, vislumbrables incluso respecto de su futuro. Algunas, de naturaleza constitucional. Otras, de carácter político. Unas insuficiencias que requieren de inequívocas decisiones de redefinición y de corrección del sistema. Este sería nuestro Decálogo. Primero: reforzar la cohesión del modelo, excesivamente centrado en el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, y cicatero, por el contrario, con los principios de unidad y solidaridad interterritorial. Lo que implica el reforzamiento de los elementos centrípetos: somos diferentes, sí, pero no desiguales. Segundo: respetar los dictados de la ley y las resoluciones judiciales, muy zarandeadas, a vergonzante conveniencia, por algunos poderes públicos. Tercero: preservar los derechos y libertades fundamentales -por lo demás consolidados- como una categoría de todos los españoles, sin modulaciones, en cada una de las partes del territorio nacional. Su reconocimiento debe seguir plasmándose en la Constitución y no, como se pretende hoy, en los Estatutos de Autonomía. Cuarto: restringir la intromisión de los partidos políticos, que han asaltado los órganos del Estado -hay que reestructurar la limitación y organizar eficazmente el poder político- a través de un perverso sistema de cuotas. De seguir esta senda, desprestigiáremos las instituciones para hundirnos en el abismo de la partitocracia. Quinto: Acentuar las políticas de coordinación y cooperación entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Sexto: Insistir en las políticas de Estado (educación, política internacional, terrorismo, etc.). Séptimo: Impulsar la lealtad y el sentimiento constitucional, entendidos como el afecto que se pone en el cuidado de la mejor expresión de la Res publica: su Constitución. Octavo: fortalecer el Parlamento poniendo coto a un hipertrofiado presidencialismo. Noveno: potenciar la olvidada Administración local. Décimo: hacer, en la línea de la Constitución de Cádiz, pedagogía constitucional. A la que hay que acercarse -reclamaba el clásico- con manos temblorosas.

Junto a ello, la propia caracterización de toda Constitución nos obliga, y en nuestro caso, especialmente, dado su carácter abierto, sin atropellada urgencia, pero sin posposición indefinida, a su reforma. Se trata de hallar un equilibrio entre el mantenimiento de sus principios y valores básicos -que siguen vigentes- y su revisión para acomodarse a las nuevas necesidades, si no queremos que se convierta en texto fosilizado, en letra devaluada, o lo que es peor, que la vida política se encauce al margen de la misma. Las generaciones futuras -como reseñaban Jefferson y Rousseau, o ya la Constitución francesa de 1793- tienen derecho a establecer sus propias reglas de convivencia-. Unas reformas jeffersonianas que seguramente recaerán -tras el compromiso del presidente del Gobierno- en la constitucionalización de las actuales Comunidades Autónomas, en el proceso de construcción europea, en la eliminación de la discriminación por razón de sexo, en igualdad de grado, en la sucesión a la Jefatura del Estado, y del Senado, para transformarlo en auténtica Cámara de representación territorial. Las dos primeras no despiertan ninguna problemática, mientras que la que afecta a la sucesión, siendo indispensable -nadie duda de que Doña Leonor no verá pospuesto su derecho a suceder-, no hay premura, pues ya tenemos un Heredero de la Corona: el Príncipe de Asturias. En cambio, la atinente al Senado, sobre todo en su modo de elección, es la de mayor calado, pues afecta a la representatividad de cada fuerza política en la Cámara Alta. A ellas se podrían añadir, no obstante, otras pertinentes modificaciones: la eliminación de los artículos del Título VIII -dedicados al transitorio proceso de iniciativa autonómica- y el establecimiento de una mayoría cualificada para la reforma de los Estatutos de Autonomía -que impida lo sucedido con el Estatuto de Cataluña-. Para incorporar también un recurso previo de inconstitucionalidad en el caso de los Estatutos, aunque para ello podría ser suficiente, sin tocar la Constitución, cambiar la Ley del Tribunal Constitucional. Ahora bien, las mentadas reformas parten de una doble dificultad: la intangibilidad sobrevenida de la Constitución -aunque explicable tras tanto desencuentro pasado- y la rigidez del procedimiento de revisión (Título X CE). Estos son los retos, treinta años después, de las generaciones constituyentes de hoy, que reclaman, comprensiblemente, su papel de actores principales y vivos en la historia contemporánea española.

Por más que la verdadera reforma pendiente es la de cierre del modelo territorial. No pueden soportarse indefinidamente las tensiones de sus elementos centrífugos. Hemos de poner término a la descentralización indefinida y a la transferencia de las cada vez más residuales e inanes competencias estatales. Una revisión que debería llevar aparejada -aunque lo veo poco factible-, la recuperación de las competencias del Estado en educación, una materia donde no existe una transmisión de conocimientos comunes, se distorsiona la historia -la memoria real- y se ha renunciado al ejercicio de toda inspección. Un enorme error que habría que subsanar. Y qué les voy a decir de la prosecución del castellano. A todo lo adelantado habría que incluir, aunque tampoco la veo sencilla, otra previa reforma, no de la Constitución, pero sí de máxima relevancia: la de la Ley Electoral, que resitúe la representación real de los partidos nacionales y nacionalistas en el Congreso. El Senado sería, por contra, tras su revisión, el lugar preferente de cabida de las Autonomías.

La reforma constitucional entendida, en suma, como la mejor defensa de la Constitución y de su perdurabilidad, toda vez que hemos sufrido además una espúrea revisión constitucional tácita a través de unos Estatutos de Autonomía que ha pospuesto y reducido su ámbito material. Una reforma prudente -no se trata de hacer una nueva Constitución- y que requerirá -imposible poder repetir el de 1978- de mayoritario concierto. Una modificación que debe seguir una tramitación parlamentaria conjunta de sus distintas revisiones, instada en dos Legislaturas y de una final aprobación en referéndum nacional. Una reforma, no obstante, que no creo arranque en la actualidad. Se requiere de otro clima social, político y hasta económico. Entre tanto, las cosas, a pesar de las dificultades, no están tan mal. Ni los cimientos se hunden, ni España se resquebraja. En nuestras manos está mejorar el presente, mientras llega el momento...

Pedro González-Trevijano