Una crisis constitucional que debe remediarse

El inadmisible retraso en la renovación del Consejo General del Poder Judicial, que ya dura cuatro años, sigue sin resolverse, e incluso se ha agravado por la dimisión del señor Lesmes de sus cargos de presidente del Supremo y del Consejo. Ojalá que la reunión que acaban de tener el presidente del Gobierno y el presidente del Partido Popular haya servido para que se resuelva, pronto, este problema, que por su gravedad y circunstancias ha generado una auténtica crisis constitucional con efectos perversos, tanto para la imagen independiente de la Justicia como para su buen funcionamiento.

La forma que me parece más adecuada para resolver esta situación es la de acometer, ya, la renovación del Consejo. Es cierto que también habría que modificar su composición para que, de manera fiel al espíritu del art. 122 de la Constitución, y atendiendo a los mandatos de la UE, 12 de sus miembros sean elegidos directamente por los jueces y magistrados. Pero esta reforma legal no debiera, sin embargo, impedir la inmediata renovación de este órgano, que no admite más demora. Supeditar la renovación a que antes, o al mismo tiempo, se apruebe por las Cortes dicha reforma no haría más que alargar una situación constitucionalmente insostenible. La necesaria inmediatez de la renovación no debiera impedir, sin embargo, que, al mismo tiempo, se llegase a un acuerdo político para que la reforma legal, al menos, se ponga en marcha ahora o en un inmediato futuro.

Una crisis constitucional que debe remediarseEs cierto que no ha contribuido, de ninguna manera, a pacificar el enconado debate sobre la renovación la inconstitucional (a mi juicio) sustracción al actual Consejo de sus competencias de designación (que está produciendo, además, una notable paralización en las funciones del Tribunal Supremo y de otros importantes órganos judiciales), así como la posterior (y vergonzante) reposición sólo de su competencia para designar a dos magistrados del Tribunal Constitucional, y ello por la única razón de que ahora corresponde al Gobierno designar también a otros dos. Dado que ese tercio del Tribunal ha de renovarse al mismo tiempo, esta última maniobra legislativa lo que pretende, confesado por los impulsores de la misma, es que el Gobierno pueda enviar al Tribunal cuanto antes a dos personas de su confianza, con lo cual espera tener una mayoría de magistrados «afines» al propio Gobierno y a la mayoría parlamentaria en que se apoya. Así están las cosas, que reflejan no sólo un mal uso del poder, sino un menosprecio tanto del Consejo como del Tribunal.

Por ello, para remediar tanto quebranto producido, lo que procede es que, ante todo, como dije, se acuerde ya la renovación del Consejo. Pero con fidelidad a la Constitución, esto es, desechando el inicuo reparto por cuotas de partidos, de manera que entre las fuerzas políticas que suman en las Cámaras la mayoría mínima de tres quintos se elija a personas de reconocida solvencia jurídica y probada independencia, mediante el «consenso» que la Constitución reclama, es decir, aceptando vetos mutuos, para que los elegidos no deriven de la libre voluntad parcial de cada uno de los partidos que los proponen, sino de la voluntad real y conjunta de todos los que van a apoyarlos en la votación.

De todos modos, el grave problema actual que aqueja a la justicia española no sólo se refiere al Consejo, también afecta al Tribunal Constitucional, que está sufriendo un retraso (aunque mucho menor que el del Consejo) en la renovación de un tercio de los magistrados, que les corresponde designar al Gobierno (dos) y al propio Consejo (los otros dos).

No creo que sea conveniente que el actual Consejo, dada su calamitosa situación, designe ahora a dos miembros del Tribunal, pese a que la última ley reformadora le hubiera compelido, incorrectamente (por no guardar el respeto debido a la autonomía del Consejo), a hacerlo en fecha perentoria, aunque ya transcurrida (el pasado 13 de septiembre). Por todo ello, insisto, primero debiera renovarse, por el Congreso y el Senado, el Consejo de conformidad con la Ley Orgánica actual, aunque, eso sí, de modo fiel a lo que la Constitución exige (esto es, sin reparto por cuotas políticas) y, después, ese nuevo Consejo sería el apropiado para designar a los dos magistrados del Tribunal. También en este caso sin reparto por cuotas entre jueces «progresistas» y «conservadores» (como lamentablemente ha venido siendo en el pasado), sino por auténtico consenso, como requiere la correcta interpretación constitucional de la cualificada la mayoría de tres quintos que la Ley Orgánica del Poder Judicial exige.

Que ello retrase un poco más (sólo por unos meses) la renovación de un tercio del Constitucional es un problema que puede perfectamente soportarse, en cuanto que es de menor calado que el que derivaría de una designación ahora de dos magistrados del Tribunal por un Consejo descabezado, radicalmente dividido y afectado por una prórroga que dura ya cuatro años. Los retrasos en las renovaciones son siempre reprochables, pero un retraso de cuatro años que afecta al Consejo no es comparable con un retraso de cuatro meses que afecta al Tribunal Constitucional. Además, las consecuencias son muy diferentes en uno y otro caso, pues mientras el retraso en la renovación parcial del Tribunal no impide que éste pueda seguir actuando en plenitud de funciones, el retraso en la renovación del Consejo le está impidiendo (por obra de una criticable reforma legal) el ejercicio completo de sus competencias.

Sería, pues, en el mismo momento en que el nuevo Consejo designase a los dos magistrados constitucionales cuando también debiera producirse la designación de los dos magistrados que le corresponde realizar al Gobierno, pues, por designio de la Constitución, resulta claro que este tercio del Tribunal Constitucional ha de renovarse al mismo tiempo y como un todo, sin que quepa fraccionarlo y, por ello, sin que sea de recibo que, separadamente, se renueven, en momentos distintos, los dos magistrados designados por el Gobierno y los dos designados por el Consejo General del Poder Judicial. Lo dicho en la Sentencia del Tribunal Constitucional 191/2016 (en relación, por cierto, con la renovación total del Consejo, y no con la renovación parcial del Tribunal), que algunos han aducido como apoyo de que ahora pudiera producirse sólo la renovación de los dos magistrados que le corresponde designar al Gobierno, no resulta, de ninguna manera, por su muy distinto objeto y razonamiento, aplicable a ese supuesto.

De otro lado, no cabe olvidar que no sólo corresponde ahora renovar dicho tercio del Tribunal Constitucional, sino también cubrir la vacante producida por la renuncia del magistrado Montoya Melgar. Ni que decir tiene que, por ello, la renovación a realizar ha de ser, al mismo tiempo, no de cuatro, sino de cinco magistrados, porque es constitucionalmente necesario que el Tribunal esté completo. La designación de este último puesto corresponde al Senado y es preciso que se realice de la forma consensuada que la Constitución exige, sin que, automáticamente, haya de atribuirse a la «cuota» política de la que el magistrado Montoya procediera.

Las cuotas, como vengo reiterando desde hace muchos años, la última vez en un artículo titulado La inconstitucionalidad de las cuotas, publicado el día 4 en este mismo periódico, han de desaparecer, ya que, además de ser directamente contrarias a la Constitución, proyectan en la Justicia una imagen de parcialidad política que contradice la división de poderes y las reglas más esenciales del Estado de Derecho. Una Justicia «politizada» (en la realidad o en la apariencia) pierde su condición esencial de independiente y, por ello, deja de ser auténtica Justicia.

En fin, y por si fuera poco, el penoso espectáculo que con la renovación del Consejo se está dando viene a poner de manifiesto otro defecto que, lamentablemente, caracteriza a nuestra práctica política: la irrelevancia de las Cortes Generales, cuando es a ellas, y no al Gobierno y a responsables del Partido Popular que ni siquiera son parlamentarios, a las que compete la renovación del Consejo. Nuestro parlamentarismo, efectivamente, se encuentra en franca decadencia.

Que nuestra Constitución, en estos tiempos y respecto de muchas materias, está siendo inaplicada es algo que por desgracia estamos sufriendo los españoles. Pero en los episodios que se vienen produciendo con ocasión de la renovación del Consejo General del Poder Judicial (e incluso de la renovación de un tercio del Tribunal Constitucional) se está dando un paso más en el camino del deterioro de nuestra Constitución, pues no sólo, en este caso, se ha venido inaplicando, sino que existe un fundado riesgo de que al final se acabe quebrantando. La situación es muy grave y, por ello, resulta tan necesario y urgente remediarla. Aún se está a tiempo, si las principales fuerzas políticas actúan, por fin, con la lealtad constitucional que debiera caracterizarlas.

Manuel Aragón es catedrático emérito de Derecho Constitucional y magistrado emérito del Tribunal Constitucional.

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