Una crisis fiscal peligrosa para España

Es posible que esta Tribuna sea calificada con el viejo adjetivo de antipatriótica o agraciada con el más actual de conspirativa. Da igual. Es tan impactante ese déficit público del 11,4% del PIB anunciado por el Gobierno -que superará el 12% cuando se compute definitivamente- que poco significarían a estas alturas tales descalificaciones. Un déficit de esa cuantía, aunque intuido desde hace mucho, lleva a buscar un precedente en nuestra historia para los años en que se dispone de información contable. Esa información existe desde que se inicia en 1960 nuestra Contabilidad Nacional y desde 1850 con las liquidaciones presupuestarias en términos de cuentas nacionales, aunque falta en los años de la Guerra Civil. Así, se comprueba que en ese largo periodo no ha existido nunca un déficit público tan elevado como el de ahora. Quizá habría que llegar a los siglos XVI y XVII, en los que abundaron las quiebras de nuestra Hacienda, para encontrar algo igual. Pero los déficits no necesariamente tenían entonces que ser muy altos para que la Hacienda pública quebrase, porque la quiebra solía plantearse en cuanto faltaba la caja y no se encontraba a nadie que la anticipase. Es decir, en cuanto no se encontraban inversores para la deuda pública.

Este déficit ha llegado a nuestras cuentas gracias al gasto público derivado, de una parte, de la crisis y, de otra, de la acción de nuestro Gobierno, guiado por viejas doctrinas que consideran adecuado gastar incluso por encima de las cifras de gasto que la crisis genera directamente. También por la reacción de los impuestos ante la crisis, las actuaciones del Gobierno en el IRPF y, quizá además, por el empuje de un fraude fiscal creciente. Así, hemos alcanzado un nivel de gasto público de más del 45% del PIB en 2009, cuando en el año anterior no llegaba al 40%. Hay que advertir que un gasto por encima del 45% respecto al PIB es otro récord no alcanzado hasta ahora por nuestra Hacienda, al menos desde que tenemos Contabilidad Nacional. En los ingresos, aunque las cifras tampoco son definitivas, todo apunta a que la combinación de crisis y fraude nos terminará conduciendo a unos ingresos próximos al 32% del PIB en 2009, cuando el año anterior casi alcanzaron el 36%. El déficit, por tanto, estará por encima del 12% para 2009, mientras que las cuentas públicas cerraban con un déficit del 4% en 2008.

Las consecuencias de un déficit de esa cuantía, en medio de una crisis que ha hecho descender en 2009 nuestro PIB en casi un 4% -otro récord-, que nos está llevando a un paro en los alrededores del 20% de la población activa (nuevo récord) y que en un año ha hecho aumentar nuestra deuda pública en casi 20 puntos de porcentaje sobre el PIB (otro récord adicional), no pueden ser más que muy graves, tanto para nosotros como para nuestros socios en el euro. Muchos dudan de que en tres años podamos volver a un déficit del 3%, límite del Pacto europeo de Estabilidad, y de que seamos capaces en ese plazo de frenar el crecimiento explosivo de nuestra deuda, sobre todo en un escenario para España en el que el crecimiento de la producción será muy corto. Por eso muchos también estiman que el desorden de nuestra crisis fiscal pondrá en grave riesgo no sólo a la Hacienda española sino incluso el futuro de la moneda única europea y quizá de la propia Unión.

En estas circunstancias, al Gobierno no le ha quedado más remedio que anunciar la reducción del déficit, disminuyendo el gasto público en unos 50.000 millones de euros, pero sin indicar cómo tratará de hacerlo, y aumentando los ingresos en casi 40.000 millones. Esos mayores ingresos podrían obtenerse al mejorar la situación económica, pero también con cambios en las tarifas, como ya se advierte con medias palabras. Pero los anuncios resultan casi siempre más fáciles de exponer que de cumplir. En primer término, porque es poco probable que subiendo impuestos se pueda inducir un aumento del consumo y más elevadas inversiones, lo que, junto con mayores exportaciones, resulta indispensable para el crecimiento de la producción y el aumento de la recaudación hasta donde se pretende. En segundo lugar, porque reducir gastos en la cuantía comprometida resultará casi imposible sin la colaboración de las Comunidades Autónomas, lo que no parece fácil. Además, habrá que recortar las partidas más importantes de esos gastos y tal comportamiento está muy alejado del discurso de las autoridades respecto a pensiones, desempleo y otras transferencias, por lo que lo más probable será conformarse con los habituales recortes en las inversiones y quizá algo en personal. Hoy mismo, cuando se escriben estas líneas, se anuncian recortes que no alcanzan ni al 9% de los 50.000 millones en que habrá que disminuir el gasto en esos tres años. Escaso esfuerzo para iniciar una tarea tan cuantiosa y perentoria.

La situación es muy grave. Nos estamos jugando el porvenir económico de nuestro país y, por ello, resultan necesarias medidas muy duras y eficaces. Las cifras que pretende el Gobierno permitirían llevar el déficit a las proximidades del 3%, pero la estrategia para lograrlo tendría que ser bien distinta. Habría que volcarse sobre el gasto público y olvidarse inicialmente de los ingresos, salvo en determinadas aspectos que más adelante se comentan. La acción sobre los gastos exigiría revisar servicios públicos y suprimir las multiplicidades que se observan hoy en muchos de ellos, al tiempo que congelar, quizá por varios años, plantillas y sueldos del sector público. Pero también, sobre todo, tendría que plantearse hasta dónde debería llegar el Estado en una economía avanzada y qué áreas podrían ser entregadas a la iniciativa privada. El final de esa reflexión debería conducir a un sector público cuya dimensión se encontrase próxima a un tercio del PIB. La actuación pública no es gratuita, en contra de lo que muchos piensan, e incluso tiene un coste en bienestar superior a lo que representan los impuestos que se pagan para financiarla. Por eso en economías avanzadas reducir el sector público mejora la eficiencia del sistema económico.

Además, los gastos, sociales tendrían que plantearse desde perspectivas más racionales. Comenzando por las pensiones: cuando la esperanza de vida se situaba en 73 años tenía sentido la jubilación a los 65. Pero con una vida media ya superior a los 83 años y en aumento cada año, no resultará posible financiar pensiones de larga duración para una proporción de jubilados que crece con rapidez. Por eso sorprende el retroceso del Gobierno respecto a sus propuestas sobre jubilaciones. En cuanto a la Sanidad, tendría que irse urgentemente al copago en muchos de sus servicios, aunque moderado y ajustado a la capacidad y edad de los ciudadanos. Las inversiones públicas no deberían reducirse sino incluso aumentarse y, sobre todo, orientarse hacia la producción más que al bienestar de sus usuarios. Son medidas impopulares pero totalmente necesarias. Más impopular es el paro y mucho más aún podría serlo la quiebra de la Hacienda española.

Por lo que se refiere a los impuestos, mejor no tocarlos por ahora, salvo el de sociedades, cuyos tipos deberían reducirse drásticamente para animar a inversores y empresarios e impulsar el crecimiento mediante la mejora de las expectativas y con un bajo coste recaudatorio, pues los beneficios empresariales están hoy en caída libre. También debería aprovecharse la subida del IVA para disminuir las cotizaciones a la Seguridad Social, lo que ayudaría bastante a nuestros exportadores. Para reducir el IRPF habría que esperar todavía, como se hizo en 1996, cuando la reforma de ese impuesto se planteó en dos etapas que no entraron en vigor hasta 1999 y 2003, respectivamente; es decir, cuando la recuperación ya se iniciaba y estaba dominado el déficit público. Pero al llegar a ese momento habría que apostar por una reducción importante de tarifas en el IRPF para inducir un crecimiento vigoroso de la producción española.

Para finalizar, alguna reflexión sobre el fraude, estrella hoy ascendente en nuestro firmamento fiscal. Al fraude se le combate mejor aumentando la probabilidad de su descubrimiento que incrementando las sanciones, lo que exige de mayor eficiencia en la administración tributaria y de impuestos más simples y claros en nuestro sistema fiscal. Pero un fraude creciente también refleja en ocasiones la oculta compensación del ciudadano frente a la injusticia fiscal, al despilfarro público o a las malas conductas de los políticos. Tres aspectos que siempre deberían vigilarse con especial atención, sobre todo en la difícil etapa por la que atravesamos.

Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.