Una crisis profunda y cómo salir de ella

La economía, una ciencia cruel, no perdona los errores. Como los Gobiernos occidentales analizaron mal la crisis financiera de 2008 y luego la gestionaron mal, se está eternizando. En Europa y Estados Unidos, el crecimiento por habitante este año será de media casi nulo (y lo más seguro es que en España sea negativo por segundo año consecutivo). Ahora, en septiembre, varios millones de europeos y estadounidenses no encontrarán su empresa; los que viven de su capital invertido en Bolsa serán más pobres al terminar el año que al empezarlo. Aquellos y aquellas que creían vislumbrar una magnífica luz al final del túnel estaban soñando. Algunos concluirán que es la caída, más o menos definitiva, del capitalismo y que es necesario que haya más intervenciones por parte de los Estados; pero, en realidad, esta interpretación ideológica es la primera causa del estancamiento prolongado. Para comprender cómo hemos llegado hasta aquí, una era glaciar del crecimiento, remontémonos en la historia.

Cuando, en 2008, los Bancos amenazaron con venirse abajo, Barack Obama, en su campaña electoral, acusó a los especuladores de haber provocado la crisis: el mensaje demagógico caló, y todos los Gobiernos occidentales lo retomaron. Los Bancos son el enemigo, el que congelará el crédito. Este primer error de interpretación ha dado lugar a una segunda maniobra en falso; como las empresas privadas estaban estancándose, ¿no era necesario que los Estados cogieran el relevo? Esta «reactivación» estaba revestida de las mismas virtudes que la denuncia de los especuladores: dio a los Gobiernos la ilusión de que estaban actuando. Este «voluntarismo» se convirtió en el pensamiento único del G-20: de esta forma, las burocracias y los socialistas del mundo entero se tomaban la revancha contra el liberalismo de los años ochenta.

Pero, por desgracia, la economía no obedece órdenes. En Estados Unidos, donde se cuantifican de forma más precisa que en Europa los efectos de la «reactivación», ha quedado demostrado que no ha creado más empleo: cada puesto de trabajo público que se ha creado ha quedado contrarrestado por la pérdida del empleo privado al que han sustituido. Otro ejemplo clásico: las primas por la compra de automóviles han acelerado las compras por doquier, pero no han dado lugar a compras nuevas, hasta el punto de que los Estados no pueden estimular más la demanda porque las cajas están vacías. Llamémoslo la prueba de Grecia: la tragedia griega nos ha recordado que los Estados nunca viven únicamente de las sumas que les damos (impuestos) o que les prestamos (Bonos del Tesoro). Sólo las empresas crean riqueza adicional. Se supone que los gobernantes saben todo eso, que es algo que se les enseña desde el primer curso a los estudiantes de Ciencias Económicas. ¿Por qué no lo tienen en cuenta? No cabe duda de que, de cara al electorado, sale más a cuenta fingir que se está actuando.

Ahora, el rey está desnudo: está claro que la «reactivación» ha fracasado. Sólo falta reescribir la historia de la crisis y recuperar la sensatez económica. La crisis no comenzó en 2008 por culpa de los especuladores, sino en 2007, como consecuencia de un alto incremento de los precios del petróleo y de las materias primas, incremento provocado por la llegada al mercado mundial de nuevos compradores como China, India y Brasil. Y estos actores ya no van a desaparecer. Sin embargo, no se han convertido en motores de recambio para la economía mundial. Entre los errores corrientes está el pensar que China nos va a sacar de la crisis porque su tasa de crecimiento gravita en torno al 10 por ciento anual. Pero el crecimiento chino se debe esencialmente al consumo occidental: si dejamos de consumir, China se ralentiza. Los países emergentes siguen siendo, básicamente, talleres de mano de obra… y de imitación.

Occidente ya no está solo en el mundo. Nuestra prosperidad en un futuro dependerá de la capacidad de nuestras empresas (de las ya existentes y, más aún, de las que se crearán) para adaptarse a la nueva situación: tendrán que reorientarse hacia actividades que incorporen más innovación y menos materia. Es un dato significativo que los países de Europa que actualmente están saliendo a flote sean Alemania y Suiza porque sus empresas ofrecen especialidades y servicios sin parangón a escala mundial. Francia e Italia salen peor paradas porque mucho de lo que se fabrica allí se puede producir en otros sitios, y más barato. En el caso de España o Portugal, resulta difícil señalar, al margen del turismo, actividades que no tengan un equivalente en otros lugares: su margen de competencia es prácticamente nulo. Por tanto, Europa y Estados Unidos sólo saldrán de esta crisis estructural mediante una reflexión en profundidad sobre su ventaja comparativa en un mercado trastocado por la aparición de nuevos actores. La clave de esta reflexión será la capacidad de innovación del mundo occidental: ahí seguimos teniendo cierta ventaja en comparación con el resto del mundo, en concreto gracias a nuestras universidades. De ahora en adelante, la educación condicionará directamente el crecimiento: el verdadero Ministerio de Economía es el de Educación. Y ¿quién va a innovar si no es el «empresario»? Este término, acuñado en Francia hace dos siglos por Jean-Baptiste Say, sigue sin comprenderse bien en Europa: para que quede claro, según la «Ley de Say», el crecimiento en todas las sociedades depende del estatus del empresario porque es el único que combina las innovaciones científicas, el trabajo y el capital. Por tanto, las únicas políticas económicas eficaces son las que liberan de forma duradera al empresario: ¿le son o no favorables el sistema fiscal, el crédito y el derecho laboral? Lo demás no afecta a la economía real.

Con esto no estoy reclamando que desaparezca el Estado, árbitro de última instancia: lo que importa es la orientación de los asuntos públicos a largo plazo. Mientras los Gobiernos sigan con las cantinelas de la «reactivación», de la denuncia (¡a por los especuladores o a por los chinos!) o de la ilusión (la luz al final del túnel) y pasen de una a otra sin cesar, seguiremos estancados. Para salir de la crisis tenemos que volver a la denominada economía de la oferta: esa política favorable al empresario (al empresario futuro más que al empresario actual) está esbozándose en Reino Unido con David Cameron, que promete ser más thatcheriano que la propia Margaret Thatcher. Y podría afianzarse en Estados Unidos en noviembre, si los republicanos procapitalistas ponen a Barack Obama contra las cuerdas. No podemos insistir lo suficiente en la gran responsabilidad del Gobierno de Obama, que ha metido al mundo entero en un callejón sin salida ideológico.

Guy Sorman

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