Una crisis secular

Por Florentino Portero, analista del Grupo de Estudios Estratégicos (ABC, 04/09/04):

EL Cáucaso ha sido, desde hace siglos, un problema para Rusia. Desde que los boyardos fueron capaces de liberarse del yugo mongol, en las postrimerías del s. XV, la seguridad de su frontera sur fue concebida como una necesidad imperiosa. La cristiana Rusia se sentía amenazada por el creciente Imperio Turco y por el más decadente persa. El Cáucaso era el vértice sobre el que convergían las tres potencias y la llave para que Rusia pudiera penetrar en Asia, en dirección a la India.

En la segunda mitad del s. XVI comenzó la colonización rusa a partir del Volga y, más en concreto, del puerto de Astracán, en la desembocadura sobre el Mar Caspio. Desde el este se avanzó hacia la ribera del Terek para, a continuación, afrontar la peor parte, las montañas en las que habitaban chechenos, ingusetios y osetios, pueblos musulmanes adaptados a la vida en una zona de geografía y clima duro. La penetración rusa fue tan lenta como costosa. Tanto su historia militar como su extraordinaria literatura están marcadas por aquellas gestas, por aquellos desastres que costaron la vida a miles de jóvenes. Si la penetración resultaba difícil, la consolidación de las posiciones era, a menudo, imposible. Las emboscadas se sucedían y el trabajo de años se desvanecía en pocos días. Aquellos pueblos no renunciaban a su independencia ni querían pasar a formar parte de un estado cristiano. En la segunda mitad del siglo XVIII Pedro el Grande conquistó la orilla occidental del Caspio, con la ciudad de Bakú, y Catalina II la península de Crimea, sobre el Mar Negro. Al año siguiente, en 1784, Potemkin finalizaba la construcción del fuerte de Vladikavkás, en el corazón del Cáucaso, que aseguraba el control de la vía hacia el cristiano reino de Georgia. A partir de entonces la presencia comenzó a hacerse realidad, pero con limitado éxito. Las revueltas se sucedieron durante el siglo XIX, animadas por turcos y británicos, interesados en frenar la presencia rusa en Asia Central.

La revolución bolchevique despertó algunas ilusiones en los pueblos del Cáucaso, en cuanto que implicaba el fin del régimen zarista, pero duraron poco. Stalin, originario de aquellas tierras, no perdió el tiempo tratando de explicar a los lugareños las bondades de la ideología soviética. Se limitó a erradicar el problema deportando a sus habitantes. No disponemos de cifras fidedignas sobre la magnitud de la catástrofe. En cualquier caso, cientos de miles de caucasianos llegaron, sobre todo, a Kazajstán y Kirguizistán, en Asia Central, mientras que rusos, ucranianos y georgianos eran obligados a instalarse en las casas deshabitadas. El terror soviético acalló la resistencia a costa de complicar el problema. Al rechazo al extraño que venía de fuera se sumaba la difícil convivencia con el extraño nacido y crecido allí mismo.

La conquista del Cáucaso está unida en la conciencia política rusa con la construcción de su propia identidad. Zares débiles fracasaron, mientras que otros más fuertes, más autoritarios y dispuestos a hacer uso de la fuerza triunfaron. El debate sobre la modernización-occidentalización de Rusia se mezcló con la necesidad de imponer el orden en espacios distantes sin medios adecuados. La síntesis resultó fatal. La sociedad rusa apostó por la modernización desde el autoritarismo. No confiaban en el efecto de las libertades sino en el poder para dar cohesión a su Estado. Desde entonces han ensayado distintos regímenes: zarismo, bolchevismo y democracia, pero los valores liberales siguen en gran medida ausentes.

La conquista de un territorio ha sido, durante siglos, la forma más convencional de definir fronteras. Pero la conquista no garantiza la asimilación. Distintos pueblos pueden unirse cuando encuentran un programa común, cuando dan forma a una empresa colectiva. Los pueblos del Cáucaso han recibido de Rusia amenazas, violencia y deportaciones. Ni los zares ni los bolcheviques fueron capaces de establecer un diálogo y localizar unos intereses comunes desde los que forjar una comunidad. De ahí que, al desintegrarse la Unión Soviética, las ansias de libertad estallaran con carácter revolucionario. En palabras de la gran historiadora Hélène Carrère d´Encausse, escritas en el año 2000: «Una vez desaparecido el Partido-Estado, no ha sido sustituido realmente por nada, salvo por algunas instituciones cuya estabilidad todavía no conoce nadie. Y, al igual que muchas otras veces en el pasado, una vez desaparecido el Estado, el inmenso espacio parece listo para desintegrarse bajo los golpes de deseos de independencia, de los que Chechenia constituye hoy día el ejemplo más violento».

Los dirigentes chechenos, partícipes de una centenaria estirpe de guerrilleros, aprovecharon la crisis del sistema soviético para tratar de consolidar su independencia. De hecho lo consiguieron. Tras el asalto de un hospital y la conversión en rehenes de todos los que allí se encontraban, Yeltsin se plegó a las demandas de los secuestradores y el Estado ruso perdió el control de aquel territorio. Pero la lección de aquellos acontecimientos fue aprendida por los miembros de la comunidad de inteligencia que hoy controlan el Kremlin: nunca más una cesión ante el terrorismo, nunca más la pérdida de una parte integral del territorio nacional, nunca más una muestra de debilidad semejante. Putin afrontó la siguiente crisis, la del teatro moscovita, con una actitud bien distinta: antes ser acusado de cruel que de débil. El nuevo zar actuaba como sus más grandes predecesores, convencido que el mejor aliado es el poder, y el peor la debilidad.

Mientras tanto, en las guerrillas chechenas se vivía un proceso de transformación propio del mundo global en el que nos encontramos. Tras la guerra afgano-soviética se consolidó una red de islamistas dispuestos a actuar violentamente contra el mundo judeo-cristiano, haciéndose presentes allí donde se abría una línea de conflicto. Jóvenes voluntarios, formados en la guerra contra los soviéticos o en los campos de adiestramiento afganos, se desplazaban a Sudán, Bosnia o Chechenia con el ánimo de dar su vida por la causa del Islam. Poco a poco las escuelas de pensamiento fundamentalista penetraron por aquellos desfiladeros hasta transformar el sentido de la resistencia. De una causa nacional se ha pasado a otra islamista, y si la primera era inaceptable para Moscú, la segunda representa toda una provocación. Más aún, un frente islamista que actúa siguiendo tácticas terroristas es una amenaza global, que nos afecta a todos. Moscú ahora sí tiene derecho a exigir la solidaridad del mundo civilizado.

Los atentados terroristas chechenos son condenables y sus autores deben ser perseguidos, pero no podemos caer en la confusión de problemas que son distintos. La amenaza del terrorismo islamista debe ser vencida, pero la incardinación de Chechenia en Rusia requiere de diálogo. Al islamismo sólo se le puede vencer si juntos actuamos coordinadamente en todos los frentes en los que se hace presente. A los islamistas hay que perseguirlos, al mismo tiempo que las autoridades islámicas deben guiar a sus comunidades hacia las escuelas moderadas, y nosotros animar la modernización política, social y económica de aquellos estados. Las Fuerzas Armadas rusas pueden hacerse con el control, mayor o menor, del territorio, pero Chechenia no será parte real de Rusia hasta que los chechenos encuentren en Rusia un espacio de libertad en el que su identidad pueda desarrollarse. De la misma forma que Rusia sólo dejará de ser un gigante con pies de barro cuando la democracia liberal arraigue definitivamente, la solución de la cuestión chechena dependerá de conjugar la fuerza con las libertades y el respeto a la diferencia.