La crisis económica de los años 70 y primeros 80 se asoció a las alzas de los precios del petróleo relacionadas con la guerra del Yom Kippur (1973) y la revolución de Irán (1979). Aun así, la principal economía mundial, EEUU, ya daba signos de agotamiento a finales de los años 60: desaceleración del crecimiento y caída de la productividad del trabajo y menor competitividad de sus productos. En el caso de la URSS, las dificultades venían de más lejos y los efectos de la crisis forzaron desde mediados de los años 80 las reformas económicas (perestroika) que condujeron a la economía de mercado y al colapso de la URSS.
El modelo de crecimiento económico basado en la disponibilidad de materias primas y energía baratas se resintió de la desaparición de los imperios coloniales y del desgaste del Estado del bienestar. Desde 1973, el paro y la inflación golpearon las economías de los países capitalistas más desarrollados y durante una década todas las políticas económicas parecían abocadas al fracaso: la inflación y el paro se incrementaron en la misma medida en que bajaban las tasas de crecimiento y las inversiones. Por fin, llegó la recuperación de la mano de la globalización del sistema productivo, de nuevos sectores basados en tecnologías de alto valor añadido y de un fuerte desarrollo del sector financiero y de las grandes multinacionales. Pero la crisis dejó secuelas: paro estructural en los países más desarrollados; subalimentación, deuda y pobreza en los menos.
La economía española presenta aspectos diferenciales que dificultan la superación de la crisis. Así, en la UE a 27, el paro se situaba en el 8,7% en el 2000. En el 2010 la media había subido al 10,1%. En este mismo periodo, el paro pasaba en España del 11,1% al 20,1%, máximos absolutos de la UE. Y, todavía más grave, en el 2010, España presentaba máximos absolutos en paro femenino (20,5%; UE-27, 9,6%), paro de jóvenes de menos de 25 años (41,6%; UE-27, 20,9%) y paro de mayores de 25 años (18,0%; UE-27, 8,3%).
En Catalunya, el goteo de empresas que quiebran no cesa de aumentar. La economía parece un viejo barco a la deriva que cada día se hunde un poco más dejando tras de sí centenares de miles de parados sin expectativas de futuro. La generación de jóvenes más preparada de toda la historia se ve abocada a elegir entre el paro, la precariedad laboral o la emigración. Y no es ningún consuelo saber que la economía catalana presenta un grado de extraversión importante (las exportaciones han empezado a crecer) o que surgen empresas de un alto valor añadido, porque en los dos casos la generación de empleo es muy débil y los efectos sobre el consumo interior también. Además, la obsesión por la reducción del déficit no hace más que agudizar los efectos de la crisis puesto que, en última instancia, lo que se persigue es encontrar un nuevo punto de equilibrio a la baja entre ingresos y gastos públicos. En estas circunstancias, reducir el déficit supone reducir el consumo -y de rebote los ingresos- y malograr el Estado del bienestar.
A buen seguro que para salir del actual callejón sin salida habrá que hacer sacrificios, recuperar los valores del esfuerzo y del trabajo bien hecho, pero también recuperar un cierto sentido ético de la política. Esta no se puede subordinar a los intereses de los mercados a expensas de la dignidad de los ciudadanos. Este es el mensaje que, más allá de las proclamas alternativas o antisistema, late detrás de las acciones de protesta de los jóvenes: la recuperación de la dignidad y de un futuro negados por la crisis.
La desafección política se relaciona a menudo con el crecimiento del independentismo. Es cierto que hay una desafección respecto a España y a la política española. Pero hay también otra desafección que se relaciona con el discurso político. No desafección de la política, como en cierta medida ha demostrado el apoyo transversal dado a las acampadas, sino del discurso político de los partidos.
En EEUU, algunos analistas plantean la reindustrialización del país para incrementar el empleo y el consumo. Sería deshacer el camino trazado desde la anterior crisis, cuando las industrias tradicionales -grandes consumidoras de mano de obra- fueron desplazadas a los países emergentes mientras la población activa ocupada en el sector terciario pasaba a ser mayoritaria en los países más desarrollados. No creo que andar hacia atrás sea ninguna solución, pero sí la reflexión de fondo: la política tendría que dirigir la economía; la economía y la política tendrían que estar al servicio de las necesidades de los ciudadanos. Pero estamos en un mundo al revés y es la economía la que derriba gobiernos y deja sin futuro a los ciudadanos. Quizá en un mundo global ya no valen las políticas locales y se requiere una ética global que haga renacer la política al servicio de los ciudadanos y no de los mercados, que nadie sabe muy bien quiénes son, pero que están agudizando las diferencias y los desequilibrios en la distribución de la riqueza convirtiendo así el mundo en un lugar más injusto, más terrible y más inseguro.
Antoni Segura, catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat de Barcelona.