Una crisis virtual y selectiva

Da igual que le llamemos desaceleración, moderación o recesión económica porque el hábito no hace al monje. La realidad es que la inflación parece descontrolada y los precios del petróleo, también, lo que está llevando a importantes movilizaciones de transportistas, pescadores, agricultores en toda Europa; el sector de la construcción entra en crisis, no se venden coches y, por derivación, sectores relacionados con los anteriores también sufren las consecuencias; el paro repunta a niveles que hace años desconocíamos y el euríbor se convierte en una pesada losa para las familias con hipoteca, mientras los índices bursátiles parecen haber enloquecido. Y esto ocurre en el primer mundo, donde la cobertura social es, de momento, una especie de seguro mí- nimo contra los embates de la crisis. Una crisis, conviene recordarlo, que tiene más de virtual que de real, porque la base productiva de momento no parece gravemente afectada.

La verdadera tragedia puede desencadenarse en la periferia del sistema, donde la competición entre biocombustibles y alimentos afecta a centenares de millones de personas que ya viven en el umbral de la pobreza y la desnutrición (862 millones de personas, según la FAO, la organización de la ONU para la agricultura y la alimentación). Y, por desgracia, pese a la contundencia con que se cerró la declaración de la conferencia de alto nivel La seguridad alimentaria mundial: los desafíos del cambio climático y la bioenergía ("nos comprometemos a eliminar el hambre y a garantizar hoy y el día de mañana alimento para todo el mundo"), los resultados de la cumbre de Roma (3-5 de junio) han sido escasos: 7.095,5 millones de dólares (el 42% repartido en cinco años y el 11%, en cuatro) de ayuda para combatir el hambre, cuando, como recordaba el director general de la FAO, Jacques Diouf, se necesitaría una aportación anual de 30.000 millones de dólares para erradicarla. Una cantidad más que asequible si uno piensa que en el 2006 se gastaron 1,2 billones de dólares en armamento, y en el primer mundo se derrocharon alimentos por valor de 120.000 millones de dólares. Y, sin embargo, pese a la crisis, las principales industrias de fertilizantes químicos, de procesos y distribución de alimentos y de semillas declaran beneficios al alza.

Es probable que, como creía Adam Smith, "una mano invisible" mueva el mercado para garantizar el flujo de la asignación de bienes en la economía mundial. Pero de lo que no hay duda es de que, en un contexto de crisis, esta mano invisible tiene nombre y apellidos, porque las consecuencias son previsibles: una nueva acumulación de capital en manos de las grandes multinacionales en detrimento de las pequeñas y mediana empresas, de los pequeños productores y de los centenares de millones de pobres que van a sufrir sus consecuencias y, en muchos casos, pagarán con la vida. Es lo que ha sucedido en cada nueva oleada globalizadora desde los inicios de la revolución industrial.

Una crisis que, a nivel local o nacional, exigiría más voluntad patriótica para atenuar sus efectos. Es difícil de entender que, cuando la mayoría de la población tiene dificultades, las grandes entidades financieras anuncien beneficios extra- ordinarios o cierren el grifo de los créditos para trabajar sobre beneficios seguros. A menudo se afirma que el capital no tiene patria, pero es en momentos de crisis cuando la frase alcanza toda su contundencia.

A nivel mundial, la falta de compromiso y de soluciones es aún más escalofriante. Sabemos que la población mundial se ha duplicado desde los años 60, pero la producción de alimentos se ha multiplicado por tres y, pese a todo, hoy una séptima parte de la población mundial corre el peligro de morir literalmente de hambre. Seguramente porque, como afirma Eudald Carbonell, aún nos falta conciencia crítica de especie para llegar a ser verdaderamente humanos. Basta con ver cuál ha sido la reacción de muchos gobiernos europeos en relación con la inmigración. El miedo a la crisis está rompiendo el equilibrio entre empleo e inmigración (el paro causa estragos entre el colectivo de inmigrantes) y, ciertamente, la política de "papeles para todos" no es una medida realista, porque no se puede forzar indefinidamente el equilibrio demográfico de las sociedades europeas. Pero la solución propuesta para acabar con los sin papeles es todo menos humana: los devolvemos a su lugar de origen, es decir, al infierno del que huyeron. Esto equivale, por más que se cumplan todos los formalismos democráticos y del Estado de derecho, a una sentencia de muerte anunciada.

En suma, quizá sí hemos entrado en un periodo de crisis de largo alcance o, quizá, la "mano invisible" está generando una crisis virtual basada en la especulación de los precios del petróleo (si realmente estamos a punto del colapso energético, ¿por qué se invierte tan poco en considerar modelos ener- géticos alternativos?) y de los alimentos para poner en marcha una nueva fase de concentración de capitales y de ganancias extraordinarias. En cualquier caso, hay que tomar conciencia y dar una respuesta global a un problema global. Se cuenta con los medios tecnológicos y con la capacidad productiva para hacerlo. Pero falta la voluntad política, el patriotismo de las grandes multinacionales y el compromiso con los más débiles.

Antoni Segura, catedrático de Historia Contemporánea.