Una cuestión de dignidad humana

Una cuestión de dignidad humana

Hemos entrado en el siglo XXI con una trágica laceración, la pandemia. En los libros de historia será esta la línea divisoria con el siglo XX, de la misma manera que la I Guerra Mundial marcó el fin del siglo XIX. El desastre climático, la injusticia social, el fin de las ideologías, la crisis de la democracia, la regurgitación fascista y el terrorismo fundamentalista, el problema de la inmigración, la crisis del modelo capitalista neoliberal son todas transformaciones con una larga historia. Pero la pandemia las ha soldado unas a otras en un solo impulso global, sincronizado y violento, haciendo del final del siglo XX una experiencia planetaria común y compartida. Es el clásico peine de la historia en el que se reúnen los numerosos nudos preexistentes. Habiéndonos negado durante años a desenredarlos, habiendo preferido contentarnos con avanzar mirando por el espejo retrovisor (basta pensar en el precioso proyecto europeo, ya no presentable únicamente como un éxito pacifista de posguerra), y habiendo actuado con demasiada frecuencia de forma tímida mediante operaciones de pequeñas adaptaciones, o a merced de la ilusión en operaciones anacrónicas (véase el Brexit), nos encontramos ahora arrojados a una era que nos es ajena, desorientados como náufragos en una isla que no reconocemos. El riesgo de hacer algo incorrecto es enorme, basta con pensar en los horrores posteriores a la I Guerra Mundial. Por tanto, entender antes de actuar resulta vital, pero entender sin actuar en consecuencia será un suicidio. Para ello necesitamos más filosofía, más inteligencia, más coraje, más liderazgo y capacidad de realización, más Política (la mayúscula resulta crucial). Con esta visión en la cabeza he leído la encíclica del papa Francisco, Fratelli Tutti: La historia da muestras de estar volviendo atrás, afirma el texto, y ofrece muchas reflexiones para esquivar esta trampa, para comprender y actuar mejor, en un periodo de profunda incertidumbre y transformación.

La encíclica posee una enorme riqueza conceptual, en términos de análisis, y moral, partiendo de sugerencias. No digo esto como creyente, sino como agnóstico, si bien con la esperanza de estar entre aquellos que a veces “pueden vivir la voluntad de Dios mejor que los creyentes”. A menudo, mientras la leía, tenía la sensación de estar subrayándola mentalmente “¡muy bien! ¡Claro que sí, eso es!” (en un diálogo interior uno tutea incluso al Papa). He aquí algunos ejemplos. El mal no se erradica para siempre, se derrota de nuevo una y otra vez, con tenacidad. A lo que añado: por eso el partido de la moral se gana marcando más goles (las cosas bien hechas) que los que se encajan (los errores cometidos). Ni siquiera san Francisco ganó 1-0. El crecimiento económico no es el desarrollo humano, que debe guiarlo. Para ello debemos cambiar tanto el capitalismo —que debe pasar del consumo al cuidado del mundo y de la humanidad— como la política, que debe pasar del interés individualista a la participación colectiva y a la esperanza común, a través de la “caridad política”. Lo peor que puede ocurrir es que se pierda incluso el sentido de la vergüenza por haber obrado mal. Por eso, el deseo es recibir “la gracia de avergonzarnos de lo que, como hombres, hemos sido capaces de hacer” (la referencia es al Holocausto).

Podría seguir, pero prefiero ofrecer una clave interpretativa que me pareció filosóficamente grávida y convincente, la del tiempo. La encíclica se abre hablando del espacio, de las fronteras que dividen, de los muros y barreras que separan. Pronto queda claro, sin embargo, que el tiempo es la variable más importante, como indican las numerosas referencias a la parábola del samaritano. La historia es bien conocida. Al igual que en la encíclica, a primera vista parece una cuestión de espacio geométrico: la línea del viaje del judío se cruza, para su desgracia, con la línea de los salteadores que lo atacan en determinado punto, y luego están las líneas paralelas del sacerdote y del levita, y la del samaritano, que se detiene en cambio en el mismo punto y lo ayuda, luego la línea que conecta con otro punto, el del hospedero que lo acoge, y por último otra vez la línea del viaje del samaritano que vuelve a marcharse por más que tenga intención de regresar. Siempre había leído la parábola more geometrico. Sin embargo, leyendo la encíclica, comprendí que se trata, en cambio, de una parábola sobre el tiempo: “Sobre todo, le dio algo que en este mundo ansioso regateamos tanto: le dio su tiempo, sin conocerlo lo consideró digno de dedicarle su tiempo”. Pese a dar el mayor valor a su tiempo (es un hombre de negocios), el samaritano se detuvo. Y así construyó una historia nueva, de atención y cuidado, en el tiempo, encontrando tiempo para quien sufría y dándoselo gratis y a su costa, no solo porque el tiempo es dinero, sino también porque paga al hospedero, de inmediato y con una promesa de futuro, en el tiempo. El inglés tiene una forma muy bonita de decir que para lo importante siempre encuentra uno tiempo: to make time, “hacer tiempo”. El samaritano makes time para quien sufre. Y ese “hacer tiempo” para los demás significa enriquecerte al mismo tiempo, porque regalar tu tiempo significa también regalártelo a ti mismo. Sin el otro que lo recibe, el donante no podría make time para sí mismo. Esta relacionalidad del tiempo, de las relaciones humanas, de la solidaridad entre nosotros, de la caridad entre nosotros, recorre toda la encíclica y creo que es una clave fundamental para su comprensión. Baste con señalar que, entre las afirmaciones más incisivas, solo una se repite: “nadie se salva solo” (y nuevamente “o nos salvamos todos o no se salva nadie”). Nadie puede abrazarse solo. El abrazo solo es posible si se supera una separación respecto al otro, en la que las identidades se unen, pero no se anulan entre sí. Por tanto, abrazar al otro es también la única forma de abrazarnos a nosotros mismos. Sartre estaba equivocado: el infierno no son los otros, es la ausencia de los otros, porque uno solo se salva salvando al otro. Para ello debemos volvernos prójimos de los demás, como insiste la encíclica. Hoy es más fácil, porque en la infoesfera cada uno de nosotros está a un solo paso de distancia de cualquier otro.

Lo contrario de detenerse y “hacer tiempo” es la “concupiscencia: la inclinación del ser humano a encerrarse en la inmanencia de su propio yo”. Es la incoherencia de creer que podemos vivir como si fuéramos líneas paralelas sin el plano al que pertenecemos, nudos sin la red que nos constituye. Es el rechazo de la relacionalidad. La cerrazón en la inmanencia es el espacio superficial y claustrofóbico de quien no se detiene y no “hace tiempo” para poder recibir tiempo, de quien, no salvando, no se salva. La solución contra la concupiscencia es, por lo tanto, abrir la inmanencia del yo, obligarla a ofrecerse de par en par a la esperanza (al menos para este agnóstico) si no a la fe (para el creyente) en la trascendencia. Si esto puede llegar a ser una forma de “trascendencia secular” sigue siendo una cuestión abierta para el agnóstico, pero sea secular o religiosa, se trata de una apertura que implica un coste, como le ocurrió al samaritano al detenerse, y es una apertura que podemos compartir con todos. Porque se vuelve posible gracias al reconocimiento universal de la dignidad humana, que trasciende el tiempo de la historia y, por lo tanto, deja siempre entreabierta la inmanencia del yo, como una puerta que deja entrever la luz.

Al final de la lectura, me pregunté: ¿qué pasó al final con el samaritano? Sabemos que se marchó. Tenía cosas que hacer. Contaba con regresar. La encíclica me hizo pensar que prosiguió su viaje con una sonrisa. Porque, pensándolo bien, le debe al sufriente el hecho de saber ahora quién es. Al satisfacer la cuestión planteada por la dignidad humana del sufriente, obtuvo también la respuesta a la cuestión de su propia dignidad humana como persona caritativa y amable. Fue necesaria la fuerza de detenerse para descubrir quién era y no avergonzarse. A fin de cuentas, fue la mejor inversión posible de su tiempo.

Luciano Floridi es profesor de Filosofía y ética de la información en la Universidad de Oxford, donde dirige el Digital Ethics Lab. Traducción de Carlos Gumpert. Este texto ha sido publicado por L’Osservatore Romano.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *