Una cuestión de dignidad

Por José Antonio Zarzalejos. Director de ABC (ABC, 10/09/06):

TANTO Mario Gas, excelente director teatral, al frente de El Español de Madrid, como Alicia Moreno, concejal de la capital para asuntos culturales, mujer eficaz y leal al alcalde, deberían tener la tranquilidad de saber que la suspensión de las tres representaciones de Lorca eran todos, del intérprete Jose Rubianes, no inflige lesión alguna a la libertad de expresión del actor ni a la de su creación artística.
La suspensión del espectáculo -más allá de los miedos de unos y los lamentos de otros- responde a un acto de dignidad de quien tenía en su mano tomar la decisión última en este viscoso asunto, esto es, Alberto Ruiz-Gallardón. Tiene acreditado el primer edil madrileño que no son los insultos ni las amenazas los que le persuaden para hacer o dejar de hacer esto o aquello. Y por muchos que hayan sido los correos electrónicos y por abundantes las llamadas amenazantes que se hayan recibido en las oficinas municipales, la causa de que la obra de Rubianes se haya caído del cartel del teatro municipal no es otra que el ciudado del recto uso de los fondos públicos.
De la misma manera que a un adjudicatario de obra o servicio público o al receptor de una subvención de cualquier administración pública se le exige una serie de condiciones que acrediten su garantía y solvencia, es del todo lógico que el uso y disfrute de un local teatral de titularidad pública en una programación de igual naturaleza, requiera del beneficiario una determinada trayectoria de respeto a la convivencia cívica.
Rubianes es libre para afirmar que «la unidad de España» le «suda la polla por delante y por detrás»; igualmente lo es para sostener que «se metan España ya por el puto culo a ver si les explota dentro y les quedan los huevos colgando del campanario». Rubianes es libre para propalar ésas y tantas otras cuantas escatologías tenga por conveniente, pero los ciudadanos tenemos también igual derecho a reclamar que nuestra dignidad sea salvaguardada. Y no lo estaría si el Ayuntamiento de Madrid, con el dinero de los impuestos y demás exacciones, proporcionase a quien así se pronuncia las tablas del Teatro Español en una programación oficial. Si Lorca eran todos es una buena obra y Rubianes un excelente autor, no habrá de faltarle empresario privado que le contrate en Madrid, en Badajoz o en Sevilla, como le ha ocurrido a Leo Bassi con su «Revelación» -tenida por función blasfema- o a Íñigo Ramírez de Haro con su «Me cago en Dios», de similar jaez a la anterior. Nadie pone en duda la libertad de expresión y creación artística de Rubianes, de Bassi o de Ramírez de Haro, sino la idoneidad, bien de sus conductas, bien del contenido de sus obras, para ser subvencionadas con el dinero de los ciudadanos.
Las afirmaciones de Rubianes en la televisión pública catalana, no merecerían mayor detenimiento crítico si no fuera porque han pretendido conjugarse con la subvención pública de la capital de la España a la que el actor zarandeó sin misericordia verbal alguna. Es cierto que el actor gallego ha venido a decir que él se estaba refiriendo a «otra» España. Puede que así sea, pero también se confunde porque el concepto de España y su entidad social y moral no son coyunturales ni episódicos. España -la republicana, la franquista, la monárquica, cualquier España- merece el respeto que recaba el conjunto de los que la viven, el que exige su devenir histórico y el que requiere su propia realidad actual. De modo que distinguir entre ésta o aquella España no deja de ser un subterfugio habilidosillo pero inútil para zafarse de unas expresiones que perseguirán a Rubianes allí donde vaya, en tanto no se disculpe de forma pública y sin restricción alguna. O sea que en el desahogo escatológico lleva Rubianes la penitencia. Su libertad, sin embargo, sigue íntegra, pero su pretensión de que además se la subvencionen los ciudadanos madrileños, se antoja excesiva por indigna.
Esto de apelar a la dignidad parece a muchos un requiebro antiguo e inconsistente. No lo es porque la dignidad en la proyección de las conductas, comportamientos y discursos de carácter público, es un atributo del civismo -«celo por las instituciones e intereses de la patria», según el diccionario de la Real Academia- como el honor lo es del alma -según imperecedera expresión de Calderón de la Barca- y sin el cuidado de ese atributo colectivo la democracia se hace más débil y quebradiza. Gente que se pronuncia con esa zafiedad valiéndose de su carácter mediático y para ganarse una rasante popularidad entre determinados grupos, no debe recibir prima alguna de la colectividad, sea buena o mala su obra, que eso lo habrá de decidir el mercado pero no las administraciones de la nación injuriada.
La libertad de expresión, a la que apelan los presurosos defensores de los derechos de Rubianes, no está en juego, aunque, si el caso fuera, podríamos también entrar en este debate y salir del lance con un triunfo en la mano. El caso es que al ya repetido Rubianes nadie le ha impedido decir lo que le haya petado; a lo que, también desde estas páginas, muchos nos hemos opuesto es a un trágala del caprichoso progresismo que con actitudes como éstas demuestra estar muy lejos de la consideración que los ciudadanos merecen y de la exigencia que requiere el empleo de los fondos públicos. A Rubianes la suspensión de sus funciones en el Teatro Español le va a venir como agua de mayo porque ha rescatado la función de su irrelevancia -Lorca eran todos no parece que sea un hito en el teatro contemporáneo español- y le va a proporcionar una notoriedad impensable hasta ahora. No es pequeño el rédito que le queda de la polémica.
Por lo demás, la presencia de Rubianes en el Teatro Español de Madrid era una trampa mortal para Alberto Ruiz-Gallardón. Acosado por tantos enemigos como es capaz de producir la envidia hacia los políticos brillantes, el alcalde de la capital de España está siendo escrutado por adversarios y algunos compañeros (¿) de partido con el propósito muy visible de que cometa un desliz antes del día 30 de este mes, en el que será proclamado candidato popular a la alcaldía madrileña en las próximas elecciones municipales. En algunos mentideros la «operación Rubianes» estaba siendo cuidadosamente preparada para catapultar un enorme pepinazo sobre los muros de la Casa de la Villa y dejar mal herido a su inquilino. La demostración de presencia de ánimo, ausencia de complejos y habilidad argumental del alcalde y de sus más cercanos colaboradores -a lo que debe añadirse la humildad de saber rectificar- eleva la dimensión de Alberto Ruiz-Gallardón ante un electorado mayoritario y plural en la capital de España que le ha respaldado por dos veces con mayorías absolutas como presidente de la comunidad y hace tres años y medio como regidor de la ciudad. Su decisión digna en este caso -a despecho de críticas manipuladas que confunden la autoestima colectiva con la libertad de expresión- acredita que el alcalde de Madrid ha sabido interpretar el signo de los acontecimientos. Y no era fácil.