Una cuestión política

Se habla mucho del sentimiento independentista. Pero la cuestión catalana no es en último término una cuestión de sentimientos. Es una cuestión política. Los independentistas quieren acabar con España, tal como la hemos conocido en los últimos quinientos años. Y se proponen crear un nuevo Estado, que sería un centro de poder distinto.

Se trata por lo tanto de un objetivo político, con consecuencias políticas de largo alcance. Ahora bien, alcanzar ese objetivo político exige tener la capacidad política para hacerlo. El problema de los independentistas catalanes es que no la tienen. No la tienen porque acabar con España no es algo tan sencillo. Ellos quizá creen que sí, porque detrás del independentismo catalán siempre ha existido un sentimiento de superioridad de Cataluña y de menosprecio al resto de España. Pero España no es tan débil como piensan. Es un Estado democrático, desarrollado, rico a pesar de su crisis actual. Un Estado de Derecho que tiene los medios para hacerse respetar si alguien trata de violar sus leyes fundamentales. Un Estado plenamente integrado en Europa y en el mundo atlántico. Apreciado en su otro entorno natural latinoamericano, entre sus vecinos mediterráneos, y por los grandes países del mundo.

España no es una nación de alpargateros, ni son franquistas todos los que desean que sus símbolos sean respetados, como deben serlo los de cualquier otro país. En España hubo muchos franquistas, es cierto, pero también los hubo en Cataluña. Muchísimos, de hecho. La España que surgió tras la muerte de Franco es una gran historia de éxito, una de las mayores de la Europa contemporánea. En cuarenta años se ha convertido en un país democrático y desarrollado, que ha doblado su PIB y tiene empresas líderes en sectores estratégicos de la economía global. Un país que respeta los derechos humanos y que ha llevado a cabo un proceso de descentralización y de redistribución de poder interno a favor de sus comunidades autónomas con pocos paralelos en el mundo

Por eso los independentistas no han encontrado ningún apoyo exterior a sus objetivos. Un apoyo que necesitan, porque de llevarse a cabo sus planes las repercusiones internacionales serían muy grandes. Naturalmente, tampoco lo están encontrando en el resto de España, que no puede aceptar que una parte del país pretenda decidir sobre el destino de todos. Ni siquiera lo tienen en la propia Cataluña, donde las repetidas consultas han demostrado que no existe la mayoría social necesaria para llevar adelante un proceso con efectos tan traumáticos.

Por todo ello, los medios de que disponen para alcanzar su objetivo político son claramente insuficientes. Es cierto que hoy creen estar más cerca que nunca de conseguirlo, y por eso es tan importante la unidad de los principales partidos en defensa de la Constitución. Pero siguen sin tener la capacidad necesaria para lograrlo. Si a pesar de ello lo intentan, se producirá un choque, una situación traumática, y perderemos todos. Todos. Pero perderá más la parte más débil, que no es el conjunto de España, sino el proyecto político independentista. Y, como todas las situaciones traumáticas, eso tendrá repercusiones. Sobre el catalanismo como posición política. Sobre el debate en relación al sistema autonómico establecido por la Constitución de 1978. Un sistema que solo puede funcionar sobre la base de la lealtad mutua y del respeto a las reglas del juego. Si esa lealtad y ese respeto no existen tendremos que sentarnos todos a pensar qué hacemos. Y, fundamentalmente, sobre la cohesión interna de la sociedad catalana, que habrá sido arrastrada a un enfrentamiento que la mayoría no deseaba.

Todo eso tendrá un coste no menor, y de ello deberán responder quienes han llevado a Cataluña y al resto de España a esta situación. Quienes han dividido. Quienes han enfrentado. Quienes han querido decidir por todos sin contar con todos. Quienes se han equivocado pensando que podían romper España sin demasiada dificultad.

Detrás de todo ello hay una actitud mesiánica, que lo justifica todo en aras a un fin transcendente, en este caso la independencia. Justifica violar la ley, dividir a los ciudadanos entre los nuestros y los otros, inventarse una historia falsa, financiar con dinero público el pensamiento único. Es una actitud típica de los movimientos nacionalistas, que en su grado extremo ha conducido históricamente al totalitarismo. En el caso de Cataluña evidentemente las cosas no han ido tan lejos. Pero se trata de una diferencia de intensidad. El principio es el mismo.

Muchos se preguntan, dentro y fuera de España, qué es lo que quieren los independentistas catalanes. Ya tienen una identidad política reconocida, un parlamento y un gobierno propio, una policía, una televisión. La respuesta es sencilla. Lo que quieren es poder. Y por conseguir ese poder están dispuestos a destruir lo que haga falta. España, desde luego. Pero también la convivencia en el seno de esa sociedad plural que es Cataluña, y que tan diferente es de sus sueños esencialistas.

Algo para terminar sobre la actitud de algunos sectores –no todos, desde luego- de la izquierda española. Izquierdistas y nacionalistas estuvieron codo con codo en la oposición a la dictadura franquista. Su objetivo común era la libertad. Pero Franco murió hace cuarenta años. Es difícil de entender que esos sectores de izquierda continúen secuestrados por el nacionalismo, que es un movimiento de raíz burguesa. El nacionalismo se fija como veíamos unos fines superiores, y a ellos lo supedita todo: supedita el respeto a la ley (que siempre ha sido la principal defensa de los más débiles en cualquier sociedad), la igualdad de derechos, el concepto de ciudadanía, el pensamiento crítico. Todos ellos principios esenciales del pensamiento de izquierdas en la Europa del siglo XXI. Todos están siendo ignorados hoy, cuando no pisoteados, con la aprobación de algunos que dicen ser de izquierdas, y que parecen creer que apoyar a los nacionalistas es propio de la izquierda. Qué difícil debe resultar entenderlo para los demás partidos de izquierda en Europa. Después de lo que ha sido la historia de este continente, el papel mortífero que en ella ha jugado el nacionalismo, y los graves dilemas que en el pasado todo eso ha causado a la izquierda europea. La actitud de esos sectores de la izquierda española podría ser uno de los últimos síntomas del aislamiento que España padeció en el siglo XX, hoy felizmente superado, y que la llevó a desconectarse de la modernidad y de los debates globales.

Rafael Dezcallar es escritor.

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