Una cuestión que creíamos resuelta

Hasta hace unos pocos años parecía que la forma de Estado, cuestión tan debatida desde el último tercio del siglo XIX, había perdido vigencia. Pese a los temores, sin duda fundados, que a la muerte de Franco ensombrecían el futuro de la Monarquía —incluso se ironizaba con el sobrenombre de Juan Carlos el Breve— para sorpresa de muchos, una buena parte de los españoles acabaron por transigir, al considerarla el camino menos traumático de avanzar hacia la democracia, aceptando la Corona sin mayores problemas, como hicieron con otros aspectos de una tan peculiar Transición, de la que hoy muchos son críticos acérrimos.

La instauración de la Monarquía, que no restauración, desde el primer momento adolecía de haber sido impuesta por Franco que, al saltarse, además, al Conde de Barcelona, quebraba el principio dinástico que en esta forma de Estado debiera importar. Deficiencias que se sofocaron, convirtiendo la disyuntiva de “Monarquía o República”, en la mucho mejor acoplada a las circunstancias de “dictadura o democracia”. Conviene recordar que en las elecciones de junio de 1977, que se consideran las primeras democráticas, no se permitió que compitiese un partido que se proclamase abiertamente republicano. Cabía votar comunista, pero no republicano.

A este respecto, es paradigmático el caso del escritor José Bergamín, que quiso aprovechar la recuperación de las libertades civiles para la defensa de la República y la crítica de los Borbones. A pesar de ser un representante conocido de la generación del 27, haber luchado en el bando republicano y sufrido dos veces el exilio, la reconciliación nacional que se atribuye a la Transición dejó fuera del tablero cualquier voz republicana, o simplemente crítica con la Monarquía. Pese a su prestigio y categoría intelectual, ningún periódico publica un artículo de Bergamín, que terminó refugiándose en el País Vasco, protegido por Batasuna y escribiendo para el diario Egin y la revista Punto y Hora de Euskal Herria.

Para consolidar una institución impuesta que no gozaba de popularidad (sobre todo en la extrema derecha, que no perdonaba al Rey haber desmontado parte del régimen heredado, aun siendo la única posibilidad que tenía de durar) la Constitución blindó fuertemente el título II dedicado a la Corona, ya de por sí harto ambiguo y con algunas contradicciones internas, como dar preferencia al varón sobre la mujer en el orden sucesorio (artículo 57), o bien declarar al Rey inviolable, al que no se le puede pedir responsabilidades, cuando el artículo 14 prescribe la igualdad de todos los españoles, sin discriminación alguna por razón de sexo o por la función que se ejerza.

A la Monarquía instaurada se la adjetiva de parlamentaria, en el sentido de que sus atribuciones provienen de las que le otorgue el Parlamento, pero todavía no se ha promulgado una ley que concrete el funcionamiento de la Corona. Esta carencia ha llevado a que de facto se configure como un poder autónomo, en el que no se inmiscuyen los otros tres poderes del Estado, reproduciendo así de manera no querida rasgos de la Monarquía preconstitucional.

A ello ha contribuido de manera significativa el que durante decenios funcionara una autocensura que evitaba mencionar a la familia real, como no fuera para el elogio cortesano. Al menos mientras se mantuvo un control estricto de los medios, la Monarquía parecía contar con la tolerancia de la mayoría. El 23-F, cuyo entramado sigue presentando muchos puntos oscuros, sirvió en todo caso para fortalecer la institución.

A que retornara el anterior distanciamiento con la Corona, incluso a que se especule cada vez con mayor libertad y frecuencia sobre su final, concurren diversos factores. Por lo pronto, la crisis ha reavivado la crítica a las instituciones establecidas; igualmente por los suelos andan Gobierno, Parlamento y Poder Judicial. El hundimiento de la credibilidad de las instituciones había comenzado en los años noventa con la revisión de la Transición que llevaron a cabo los hijos, y sobre todo los nietos de la generación que la había acometido. Ello reforzó el sentimiento republicano, como un elemento rompedor del sistema. Tampoco hay que dejar en el tintero el comportamiento de la familia real que, de escándalo en escándalo, ha conseguido romper el silencio de unos medios que durante décadas solo la mencionaban para elogiarla.

Pero no solo por la manera cómo se instauró y el modo que ha ejercido sus funciones, sino también por la historia que la antecede, la Monarquía en España se levanta sobre arenas movedizas. Sin contar los breves reinados de la familias Bonaparte y Saboya, desde 1808 tres veces el monarca de turno —Carlos IV, Isabel II y Alfonso XIII— se vieron obligados a exiliarse, y otras tantas la institución ha sido restaurada en la familia Borbón.

Sacar a la calle una bandera republicana es la forma más fácil de mostrar la oposición al regímen. La crisis ha levantado la veda, y aun así, en cuanto nos preguntamos quién de la clase política, y no tenemos otra, podría ser elegido presidente de la República, al menos hasta hace muy poco, muchos nos declararíamos juancarlistas.

Ahora bien, si la Monarquía diese paso a la República —y sé que esto ha de escocer a una izquierda de la que me siento parte— ninguno de los problemas pendientes se enderezaría; al contrario, podrían complicarse innecesariamente. La República italiana podría ser un buen ejemplo de lo que cabría esperar en España. Sin embargo, cuando parecía no estar ya sobre el tapete la cuestión que en la primera mitad del siglo XX tanta guerra había dado, aumentan los indicios de que la opción republicana gana terreno, tanto por convencimiento republicano —encaja mejor con la democracia— como por el repudio creciente a las personas que encarnan la institución.

En una crisis socioeconómica, política, moral y territorial tan grave, el republicanismo puede crecer en muy poco tiempo, y a mayor velocidad cuanto más se lo combata. Además de que en la izquierda y en algunos sectores liberales se idealice a la República, que cuenta con una cierta legitimación racional, lo nuevo, y tal vez al final lo decisivo sea que una buena parte de la derecha no perdone al Rey haber sustituido al franquismo por la democracia y el centralismo por el Estado de las Autonomías. Si se desmembrase alguna de las comunidades autonómicas, algo que lamentablemente no cabe descartar, como reacción fulminante emergería un republicanismo liderado por la derecha.

En suma, parece que hemos llegado a la etapa final del régimen que creó la Transición. Siguen abiertas, junto con la cuestión republicana, las que atañen al modelo socioeconómico de producción y a la organización del Estado. En esta tesitura cabe tan solo una renovación a fondo de las instituciones, a lo que sin duda empuja la gravedad de la crisis, pero es algo que un régimen moribundo no está en condiciones de acometer. Suele ocurrir que hasta el último instante se niegue a reconocer la situación, como acaeció en la Alemania oriental, confiando en que, si aguanta sin moverse, siempre encontrará una escapatoria. Lo probable es que en los próximos años asistamos impasibles al desmoronamiento del orden institucional que, como ha ocurrido tantas otras veces en nuestra historia, desemboque en un nuevo período de inestabilidad en el que todo puede ocurrir.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.

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