¿Una cultura militarista en España?

Una Institución como la castrense da, naturalmente, mucho que hablar y suscita inagotables comentarios en el país de las paradojas, donde dos y dos no son cuatro: Wellington dixit (1811). Una nación forjada en gran parte en el yunque de la guerra, de idiosincrasia más profunda identificada numerosas veces, desde tiempo de los romanos, con la bélica, y cuya nómina de soldados-gobernantes es la más extensa de Europa, descubre en su trayectoria histórica la ausencia casi total de un clima y una configuración militaristas. Por descontado que el «culto al soldado» ha existido en los anales de su contemporaneidad, pero en proporción significativamente menor que en Francia o Alemania. Ninguna figura castrense española cabe compararse así con la de un Napoleón (1769-1821) o un Hinderburg (1847-1934), de quienes su halo mítico ha resistido temporales y remecimientos de la mayor entidad sin ver recortados sus iridiscentes perfiles y sombra tutelar. Incluso en la laica y civilista Francia, en un momento crítico de su pasado, el «héroe de Verdun», el mariscal Philippe Pétain (1856-1951), estuvo aureolado de una atmósfera cuasi sacral y mítica por todos los sectores de la sociedad gala en el duro trance de la victoria alemana en la fase inicial de la segunda guerra mundial. Y también sería otra relevante personalidad militar, la de Charles de Gaulle (1890-1970) –«el hombre del 18 de Junio»–, el hacedor no solo de la victoria de 1945, sino el creador incondicionalmente admirado de la V República Francesa, el sistema gobernante de mayor estabilidad y prosperidad en los últimos siglos del país vecino. Y justamente los orígenes de la Francia actual arrancan de otro episodio en que sus Fuerzas Armadas desplegaron un protagonismo absorbente y crucial: la guerra de Argelia (1954-58), con ecos todavía por entero no extinguidos…

Nada de ello es ni de lejos comparable a lo acontecido en la España de los siglos XVIII-XX. Ciertamente, el régimen liberal se instauró y, sobre todo, se consolidó merced, en muy ancha medida, al sostén y apoyo sin fisuras del Ejército regular; pero los «generales en el poder», tal y como demostrara con su congenial agudeza el mayor entre todos los contemporaneístas de la última centuria, el sevillano Jesús Pabón (190276), gobernaron siempre bajo la tutela de las Constituciones respectivas, sin embarcar en aventuras dictatoriales o militaristas a un Ejército alabado indeficientemente por Pérez Galdós (18453-1920) –autor «civilista» y «moderno» por excelencia– por su defensa invariable de los principios liberales…

En el novecientos el panorama, desde luego, cambió. Mas tampoco la dictadura del jerezano Primo de Ribera (1923-30) adoptó, fuera de su primera etapa, la fisonomía de un régimen castrense, con no pocas manifestaciones en que el tinte militarista se ofreció desvaído e incluso, a las veces, difuminado o desaparecido. El franquismo sería, por supuesto, otra cosa; pero sin que jamás quisiera o pudiese generar un clima militarista en la sociedad española. Ni en su educación ni en sus costumbres se produjo, transcurrida la primera fase del régimen, una loanza acrítica del miles gloriosus; y sin que, por lo demás, los escasos intentos por reivindicar desde las esferas oficiales el militarismo llegasen nunca a buen puerto, ni, venturosamente, se tradujeran en actitudes duraderas o posturas y corrientes en verdad influyentes. Por fortuna –importará repetir– una cultura militarista no se cultivó en ningún tiempo en las letras y artes hispanas.

En el reflujo del V Centenario cervantino se hace muy oportuno recordarlo. Ninguna obra como la del autor de El Quijote lo refleja y patentiza más elocuentemente. Soldado de limpia y noble trayectoria y amante de los lauros del Ejército –y la Marina…– más formidable que conociera hasta entonces la historia, en ningún momento proyectó encorsetar a la sociedad y aún menos a las musas en los estrictos y naturales márgenes militares. En el Aragón tan querido por él se han escuchado estos días voces iracundas y un mucho desnortadas de la principal autoridad edilicia cesaraugustana en reclamo de una autonomía civil contrapuesta a las injerencias castrenses, exponentes de un talante y un ideario militarista de muy difícil y ardua detección en la España democrática de nuestro presente, a cuya cristalización, según el sentir unánime de la comunidad historiográfica, el Ejército contribuyó en parte muy principal. Quedan ya muy lejanos los tiempos de la Segunda República, cuando, en el ambiente de crispación y violencia generalizado en la Europa de los comienzos de los años treinta, tribunos y líderes conservadores calificaban al Ejército «como columna vertebral de la Patria» y depositaban en su seno las esencias más genuinas del carácter nacional, estimándolo como su intérprete más representativo. Casi un siglo más tarde, su imagen semi-universal es la del garante de la unidad e independencia españolas. «El Rey Soldado» y la «Monarquía Militar», que tanta vigencia tuvieran en la Europa liberal de finales del Ochocientos y cuyo modelo encandilara a Ramiro de Maeztu (1874-1936), hasta el extremo de desear con entusiasmo su rígida implantación española, han dado paso a una Corona altamente respetuosa con las mejores tradiciones militares; pero sin vacilación alguna para encajarlas en los moldes constitucionales, con drástico alejamiento de cualquier veleidad reivindicatoria de un inexistente «poder militar», opuesto per diametrum al sistema de libertades vigente a lo largo y ancho del cuerpo social y político de la España de 2017.

Corporaciones y sectores múltiples debieron cursar aceleradamente las normas y disciplinas del pluralismo, la tolerancia y el diálogo para andar con fruto la senda por la que el país se adentró en el bienio 1975-77. Acaso ningún organismo clave de la colectividad hispana cursó con mayor aprovechamiento dichas asignaturas en el desenvolvimiento de una sociedad democrática que unas FF.AA conscientes de sus responsabilidades en el desenvolvimiento de una democracia, en especial, tras el fracaso de la intentona de 23F-81. Por el contrario, el resurgimiento de un pacifismo fundamentalista como el sustentador de declaraciones como las del alcalde zaragozano constituye un inquietante signo de infirmidad civil. Enfrentada a un panorama internacionalmente aborrascado, la colectividad española tendría que conservar, conforme a pautas seculares, su solicitud y cercanía por las gentes y elementos de la Milicia; sin oír cantos de sirena o pronunciamientos despechados contra una entelequia o fantasma que nunca cobraron cuerpo en su dilatada trayectoria como nación esencial de Europa, cuna generosa de grandes civilizaciones.

José Manuel Cuenca Toribio, de la Real Academia de Doctores de España.

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