Una cumbre de alcance

En la última década, la agenda sino-estadounidense no ha hecho más que crecer. A poco que reflexionemos sobre su discurrir, nos percatamos de que los asuntos estrictamente bilaterales que hace pocos años centraban los tira y afloja económicos, comerciales y financieros han perdido peso progresivamente frente a una dimensión más global, que atiende a la definición y evolución de las respectivas posiciones en los conflictos más enquistados de la agenda internacional y a esos huesos duros de roer que afloran con creciente intensidad en su diálogo estratégico (las tensiones territoriales en el perímetro contiguo de China, la seguridad cibernética...) agravando las críticas y los reproches mutuos.

La sincera constatación de la existencia de espacios de entendimiento y de disensión sin que fuera obstáculo para la cooperación, avance introducido por Hillary Clinton en el primer mandato de Obama, se ha mostrado insuficiente para superar la falta de confianza recíproca. Ello a pesar de que con ese afán han creado casi un centenar de mecanismos de diálogo para limar asperezas.

China exige a Washington que reconozca sus intereses centrales (desde la integridad territorial hasta la pertinencia de su sistema político). EE.UU. quiere garantías de que la emergencia del coloso asiático no derivará en ajustes que afecten negativamente a sus intereses. China reitera que no aspira a la hegemonía regional o global, pero sus dimensiones de país grande en tantos aspectos abocan inevitablemente a una gestión como mínimo cooperativa y no impositiva de espacios de influencia cuyo formato actual es fruto de una posguerra fría con síntomas claros de agotamiento en lo esencial. El reequilibrio lleva tiempo en marcha y está llegando a un punto de cierta relevancia, ya que en pocos años China podría alcanzar la primera posición en el ranking de las economías globales provocando una cascada de consecuencias difícilmente evitables a pesar de la probable persistencia de muchas fragilidades internas. Los dos impulsos, el que conduce a la cooperación y el que apunta a la confrontación, siguen vigentes y tampoco parece que podamos discernir con rotundidad cuál de las dos tendencias acabará por imponerse.

En los últimos tiempos, China ha intentado congraciarse con EE.UU. en contenciosos como el coreano, gesticulando incluso a favor de un mayor compromiso en otros como Oriente Medio. A ellos podrían seguir más posicionamientos “responsables” en Irán o en Siria. Incluso ha ofrecido un contingente para Mali. También se ha mostrado dispuesta a estudiar su posible participación en el mecanismo de integración regional que lidera EE.UU. (Asociación Transpacífica o TPP), hoy confrontado al promovido por China (Asociación Económica para la Integración Regional o RCEP). Estos gestos requerirían de la diplomacia estadounidense esfuerzos proporcionales y una respuesta en forma de garantía para la preservación de sus intereses. Las acciones convergentes en el plano exterior tendrían su correlato interno en la promoción de unas reformas que buscarían una mayor homologación en línea con lo sugerido por el Banco Mundial el 2012.

La cumbre de mañana Obama-Xi fracasará si las cartas quedan sobre la mesa y no se avanza en una clarificación de las posiciones de fondo. El mayor reto para Xi Jinping en su previsible década de gobierno consiste en gestionar el ascenso a la supremacía económica global de forma que ello no invite a EE.UU. a promover una dinámica de confrontación con el propósito de evitarlo. La coincidencia del giro estratégico hacia Asia-Pacífico en la política estadounidense con el auge de las tensiones territoriales regionales (Japón, India, Vietnam, Filipinas…), el aumento de la inestabilidad en la península coreana y demás, no parece casual. Dar forma a una gestión de tantos intereses superpuestos no parece tarea fácil.

Los asuntos de seguridad, que afectan a la confianza estratégica entre ambos países, son de la mayor trascendencia. Quizás por ello, gran parte de la preparación de esta cumbre ha recaído en Thomas Donilon, asesor de seguridad nacional de Obama. China, sin la vocación mesiánica de EE.UU. pero con intereses globales crecientes, insiste en que no anhela supremacía alguna y quiere desarmar los contenciosos, ¿sólo para ganar tiempo?

Ambos países afrontan un momento crucial en sus relaciones. La cumbre puede servir para acumular consenso y afianzar la cooperación. O también para constatar que esta llegó al límite y no puede ampliarse más. El cotejo de ese tope inevitablemente provocaría un drástico reflujo, sólo atemperado por las implicaciones económicas derivadas de una interdependencia que no pueden pasar por alto.

EE.UU. quiere dar forma a una asociación sino-estadounidense (G-2) a la que China parece oponer lo que llama un nuevo tipo de relación basada en el aumento de la confianza y la transparencia y la creación de un mecanismo para gestionar las diferencias de criterio. El encaje o no de ambos puntos de vista determinará el futuro de sus lazos bilaterales y tendrá importantes consecuencias globales. Por eso, esta cumbre puede llegar a marcar un punto de inflexión en ese transitar a medio camino entre el pasado y el futuro.

Xulio Ríos, director del Observatorio de la Política China.

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