Una cura para Francia

Hoy día, casi todo el mundo ve a Francia como un país que fue incapaz de asumir la globalización o modernizar su modelo económico y social. Incluso sus ciudadanos, con el correr de las últimas décadas, se han vuelto más pesimistas que nunca acerca del futuro de su país. ¿Podrán los franceses hallar una salida, vencer el desánimo imperante y recrear la prosperidad?

Para hacerlo, lo primero que necesitarán es un diagnóstico lúcido. La economía de Francia hoy está peor que la de otros países que hace 25 años estaban en un nivel de desarrollo similar. La diferencia no es tanta (seis puntos porcentuales de PIB per cápita), pero la tendencia es lo bastante preocupante como para demandar correcciones. Además, el desempleo se mantiene en niveles vergonzosamente altos. Y aunque Francia está bien ubicada en indicadores sociales relacionados con la atención de la salud, la desigualdad de ingresos y la prevención de la pobreza, el precio de su desempeño en esta materia fue un aumento sostenido del gasto y la deuda del sector público.

La razón para este estado de cosas no es que a la economía de Francia le falte potencial. Claro que tiene algunas debilidades, como la relativa escasez de empresas medianas, un estilo confrontativo en las relaciones laborales y las ineficiencias del sector público, por nombrar algunas falencias importantes. Pero Francia también tiene fortalezas dignas de destacarse: en promedio, su población en edad de trabajar está mucho mejor preparada que hace un cuarto de siglo; es más joven que en la mayoría de los países vecinos; alberga más empresas internacionales líderes que Alemania o el Reino Unido; y cuenta con una infraestructura sobresaliente. Sumando el debe y el haber, no debería haber motivos para el desánimo.

Pero las causas del malestar francés están en otra parte. Para empezar, Francia está demasiado indecisa en temas fundamentales; la sociedad francesa es ambivalente respecto de su propia identidad, del porvenir de su modelo social, de su postura ante la globalización y ante el proyecto europeo y, cada vez más, respecto del crecimiento económico.

Por supuesto, en todas las sociedades democráticas las preferencias colectivas son objeto de un debate vigoroso. Pero una característica fundamental de la sociedad francesa es que no confía en sus instituciones políticas y en sus dirigentes. Y es la presencia de dirigencias e instituciones políticas legítimas y obligadas a rendir cuentas lo que mantiene unidas a las sociedades divididas y las ayuda a superar sus dilemas. Ese aglutinante no existe hoy en Francia.

Otra razón para el mal desempeño económico de Francia es el modo excesivamente gradual en que encara sus reformas económicas y sociales. Cada gobierno hace sus pequeños retoques a las reglamentaciones, pero en general ninguno llega hasta una renovación profunda de los objetivos y los instrumentos de una política dada, sino que se limita a sentar las bases para alguna otra reforma que se hará cinco o diez años después.

Por eso los ciudadanos franceses ven cada reforma como algo parcial, temporal y posiblemente reversible. Pero la mitad de una reforma no produce la mitad del efecto. A menudo produce mucho menos, porque no ofrece incentivos claros y estables para el cambio de conductas. No son claras ni estables las reglas de juego que supuestamente deberían guiar la conducta de las personas y las empresas.

Francia necesita definir mejor ciertas cuestiones fundamentales y actuar en consecuencia. En primer lugar, el país necesita crear una economía más ágil y abierta. No puede seguir confiando en un modelo de crecimiento que dio buenos resultados en el pasado, pero que ya no tiene la misma eficacia. Empresas francesas líderes como Safran y L’Oréal son un activo valioso, pero no pueden seguir siendo fuente de crecimiento y exportaciones.

En cambio, lo que necesita Francia es aprovechar el potencial de innovación y crecimiento de las empresas jóvenes. Liberar ese potencial exige que estas empresas salgan al mundo a buscar clientes y proveedores. Francia debe desechar el mercantilismo y proponerse exportar más e importar más, para que su economía responda mejor a las tendencias globales. También necesita extender el comercio internacional a otras áreas, por ejemplo, abriendo la educación superior a la internacionalización.

Además, la sociedad francesa sigue siendo demasiado jerárquica y demasiado segmentada. La élite económica, política y cultural es demasiado reducida, demasiado uniforme y demasiado cerrada. Esto es una receta para la frustración de una fuerza laboral educada que muy a menudo no encuentra ocasión de hacer realidad su potencial. Es preciso cambiar esto. Las empresas deben adaptar sus prácticas de gestión y gobernanza para empoderar a sus empleados. Y también el Estado debe abrirse y nombrar en puestos jerárquicos a personas que hayan hecho carrera fuera del servicio civil.

En preparación para estos cambios, Francia debe aumentar el intercambio (emisor y receptor) de estudiantes con el extranjero, pero no solo eso; en un país donde una fracción nada desdeñable de cada generación todavía tiene problemas en lectoescritura y matemática básicas, la educación pública debe seguir siendo una prioridad clave. De hecho, es el único campo en el que hay que aumentar el gasto público. Aunque en términos generales hay que continuar y ampliar los programas de recorte actuales, al mismo tiempo es preciso reasignar fondos para financiar la inversión en educación primaria.

Pero el éxito no se consigue sólo con dinero. Los miembros del servicio civil deben entender que igualdad (ese valor cardinal para los franceses) no implica uniformidad, sino, más bien, mayor adaptabilidad y descentralización. Las escuelas y otros servicios públicos situados en vecindarios postergados deben recibir los medios y la autonomía que necesitan para servir a los objetivos comunes del modo más conveniente.

Para terminar, hay que repensar el modelo social de Francia, que fue creado para un mundo en el que era común que los trabajadores hicieran la mayor parte de sus carreras en una misma empresa. Ese mundo ya no existe. Por eso, la protección del empleo, el aprendizaje continuo y las prestaciones sociales se deben reorganizar en torno del individuo, no del puesto de trabajo. Hay que optimizar el sistema de prestaciones para que esté centrado en la persona, en vez de ser gestionado de acuerdo con determinados programas y flujos de fondos categóricos.

Es una propuesta ambiciosa. Pero con la falta de credibilidad que hoy hay en Francia, es probable que no se crea en reformas que no lleguen a ser integrales. Este es un momento para establecer claramente y debatir abiertamente objetivos amplios que permitan a la sociedad francesa abrazar metas comunes.

Jean Pisani-Ferry is a professor at the Hertie School of Governance in Berlin, and currently serves as the French government's Commissioner-General for Policy Planning. He is a former director of Bruegel, the Brussels-based economic think tank.Traducción: Esteban Flamini

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *