Una declaración contra el virus

Hace hoy setenta años la Declaración Schuman estrenó la integración europea, el período más largo de paz, prosperidad compartida y libertad que ha conocido nuestro continente. El principal inspirador del documento, Jean Monnet, entendió que debía ser el ministro francés, Robert Schuman, llamado a filas como soldado alemán en 1914, quien diera nombre a este texto fundacional. En medio de la ruina económica y el miedo al futuro, la Declaración mostraba a todos los europeos un camino para reconstruir un continente devastado, hacer imposible las guerras fratricidas y acabar con el virus del nacionalismo. También ofrecía a la Alemania occidental la posibilidad de empezar de nuevo. El método elegido fue una combinación de pequeños pasos, encomendados a instituciones con poder sustantivo, sometidas al imperio de la ley. Una invención titubeante y pragmática, inspirada en grandes ideales. A Monnet, un vendedor de cognac que no había terminado el bachillerato, emprendedor y visionario, le guiaba el sueño de unir personas, no Estados. Las instituciones y políticas que ayudó a crear no eran una construcción tecnocrática. Como argumentó el propio Schuman en sus escritos políticos, la Europa organizada se fundaba en los elementos imprescindibles de una civilización compartida.

Una declaración contra el virusLa triple crisis sanitaria, económica y social que atravesamos requiere una respuesta de gran alcance desde la Unión, con la misma inspiración en la idea de Europa de la que partió la Declaración Schuman. El shock puede llevarse por delante el mercado interior y la moneda común y hacernos retroceder un siglo. Es necesario articular una defensa de todo lo conseguido, inspirada en la visión ética con la que comenzó la integración. Estamos ante una tarea tan necesaria como difícil: este virus ha encontrado una Unión Europea en horas bajas, con profundas divisiones entre grupos de Estados, que no ha superado del todo las crisis del euro y de las migraciones descontroladas. La Unión cuenta sin embargo con instituciones más valoradas por los ciudadanos que las nacionales, pese a la ola populista y nacionalista manifestada en la consumación del Brexit.

La expansión de la pandemia ha sido rápida y especialmente devastadora en algunos países europeos. Las primeras reacciones fueron un sálvese quien pueda y una clasificación maniquea en países buenos y malos. Sin embargo, en poco tiempo, ante la experiencia de vivir la misma amenaza, empieza a prevalecer la idea de Europa. Este idealismo pragmático permite a la UE seguir siendo un espacio comparativamente original, creador, imaginativo en el paisaje internacional. Un territorio jurídico, pacífico y normativo, una potencia global pero también un espacio de dignidad, porque la dignidad es imponer la ley del más débil y no otra cosa es en el fondo la solidaridad europea. De este modo, con el fin de ralentizar los contagios y salvar vidas, en especial las de los más vulnerables, la economía de la UE ha entrado en un estado de coma inducido. La crisis de oferta provocada requiere un aumento descomunal de gasto público para sostener a los trabajadores y las empresas durante un tiempo aún por determinar, con el fin de mantener cuanta más capacidad productiva intacta en la reanimación. La Unión ha fortalecido con celeridad el sector financiero y ha tomado medidas excepcionales de política monetaria y fiscal, una movilización de recursos equivalente a varios Planes Marshall. Esta vez los europeos no contamos con el apoyo decisivo de Estados Unidos, replegado sobre sí mismo, al menos hasta las elecciones de noviembre. En contraste, cabe recordar cómo el borrador de la Declaración Schuman obtuvo el respaldo de la Casa Blanca antes de ser presentado al Gobierno francés y que la influencia de la Administración Obama fue fundamental a la hora de rescatar el euro.

La pandemia ha encontrado a España en mala situación fiscal, pues es el único país con déficit primario y con tendencia a aumentarlo. El reclamo de solidaridad solo es posible con una oferta de credibilidad. No basta con refugiarse en el paraguas providencial de ser un Estado miembro y felicitarse por ser gobernados en buena medida desde Bruselas. El problema siguiente de la UE será crecer juntos y evitar una crisis de deuda pública masiva en Italia y España. El miedo a mutualizar riesgos es comprensible, pero se necesitan, además de los préstamos en marcha, medidas de que no aumenten la deuda, de carácter federal, plasmadas posiblemente a través del presupuesto de la UE. A cambio, ninguna política comunitaria se hace sin condicionalidad: las reformas y los ajustes serán parte de la solución.

Alemania, «el hegemón a su pesar», como ha sido definida de forma acertada, es el país llamado a fijar el rumbo de la Unión en este envite existencial. Angela Merkel, de despedida tras su largo paso por la política, ha recuperado apoyos y ha reclamado ante su parlamento pensar en Europa y actuar de modo conjunto. Frente a los hombres fuertes con discursos populistas, desbordados por la situación, la canciller ejerce un liderazgo reflexivo, propio de una científica que se eleva por encima de peleas ideológicas intempestivas y capaz de defender la dignidad humana en momentos difíciles. Debe aún convencer a sus muchos de sus conciudadanos. Su Tribunal Constitucional ha cuestionado en el momento más delicado al Banco Central Europeo y al Tribunal de Luxemburgo, pero es más bien una embestida para la galería.

Las crisis son tiempos de grandes oportunidades, en los que cabe hacer cambios de envergadura. La opinión pública los puede entender y respaldar. Pero es esencial gestionarlas con eficacia y no equivocarse de crisis. En 2008 vivimos el principio de un enfrentamiento entre países acreedores y deudores que retrasó varios años el rediseño del euro. La mejor respuesta para hacer frente a un virus que amenaza a toda la economía y al bienestar continental, es actuar como europeos, y evitar las medidas en las que unos ganan y otros pierden. Este el espíritu de la Declaración Schuman y de nosotros depende continuar su impulso civilizador.

José M. de Areilza Carvajal es Profesor de ESADE y Secretario General de Aspen Institute España.

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